Niño muerto
El 22 de mayo de 1937, a bordo del transatlántico Habana, llegaron al puerto de Southampton 3.800 niños vascos, evacuados de la ciudad sitiada de Bilbao. Soportaban la triste fortuna de huir de la guerra, porque los necesitados y los miserables sólo pueden esperar la suerte de alejarse de sus familias y de sus tierras para encontrar en lugares ajenos una ventana desde la que mirar al horizonte. Los niños más dañados por la tragedia española, los que habían perdido a sus padres en los bombardeos en las trincheras, fueron acogidos de manera especial en la residencia de Lord Farringdon. Luis Cernuda trabajó allí, dedicando los primeros momentos de su exilio a la tarea imposible de salvar infancias destruidas. Cernuda hizo amistad con un muchacho llamado José Sobrino, que después de una muerte pudorosa y dignísima se convirtió en protagonista de uno de los poemas más conmovedores de Las nubes. Era un adolescente de 14 o 15 años, muy listo, capaz de aprender inglés en unos meses y de destacar en los estudios. Cuando lord Farringdon, asombrado por su inteligencia, pensó en mandarlo a un colegio prestigioso, de los que santifican la superioridad cultural de las élites, José Sobrino sólo tuvo una respuesta: "Mi padre trabajó en los altos hornos y en los altos hornos trabajaré yo". La lealtad a sus recuerdos impedía cualquier alejamiento íntimo de su familia y de su clase. Hay cosas que no pueden destruir las bombas, dignidades que están a salvo incluso de la muerte. Cuando enfermó de leucemia y supo que iba a morir, aceptó la desgracia con un temple que pocas veces suelen alcanzar los patriotas con el pecho alicatado de medallas. Un cura católico, preocupado por la salvación de su alma, intentó varias veces confesarlo y darle la comunión. Ante las negativas del muchacho, el cura le suplicó que por lo menos mirase el crucifijo que le ofrecía. José Sobrino accedió, lo observó unos segundos y contestó: "Rediós, qué feo es".
José Sobrino despidió al sacerdote y rogó que llamaran a Luis Cernuda. Hablaron de la soledad, de los recuerdos, de la generosidad y mezquindad humana, de las ciudades destruidas por la guerra, de su padre, de lo que significa vivir, de lo que supone la muerte. Una serenidad triste y firme se apoderó de la habitación. Dos soledades se hicieron compañía, sin rebajas, sin mentiras, sin falsas ilusiones, con el nudo en la garganta que queda en uno mismo cuando decide ser más fuerte que el propio desconsuelo. El muchacho le pidió a Cernuda que le recitara algún poema, tal vez uno de esos poemas que nacen del orgullo herido y del empeño de responder con dignidad a las crueldades irreparables. Al terminar Cernuda de leer, José Sobrino agradeció el poema y le dijo: "Ahora, por favor; no se marche, pero me voy a volver hacia la pared para que no me vea morir". No se trató de un último juego, ni de una broma desesperada. Tardó poco en quedarse muerto de cara a la pared. El poeta comprendió su pudor, la intimidad de una situación que pertenece a la propia raíz de nuestra vida, la negación a convertirnos en un espectáculo cuando dejamos de ser nosotros mismos. El silencio y el respeto son un equipaje imprescindible a la hora de ofrecer los cuidados de la verdadera compañía. Luis Cernuda nos lo contó en el poema Niño muerto: "Volviste la cabeza contra el muro / Con el gesto de un niño que temiese / Mostrar fragilidad en su deseo. / Y te cubrió la eterna sombra larga. / Profundamente duermes. Mas escucha: / Yo quiero estar contigo: no estás solo".
Recordé el poema y la historia de José Sobrino al presenciar el circo que los medios de comunicación públicos y privados levantaron delante de la agonía de Rocío Jurado. ¿En qué mundo vivimos? ¿Para qué gentes trabajan los periodistas que necesitan confundir una muerte con un espectáculo y un homenaje con una intolerable competición en los índices morbosos de la audiencia? Los tumultos dan menos compañía que el silencio y el pudor. Sólo somos un conjunto de ruidosas de soledades.
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