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La Francia menguante

A principios de semana, y tras varias de conflicto, el Gobierno francés ha retirado el Contrato de Primer Empleo (CPE) para reemplazarlo por medidas que favorezcan la inserción laboral de jóvenes. Dicha normativa había nacido muerta tras la extraña maniobra del presidente Chirac promulgando la ley, pero al mismo tiempo pidiendo su no aplicación. Lo sucedido ofrece una lectura muy preocupante para el futuro de Francia y de la perspectiva de reforma en Europa. La retirada del CPE revela la clara supremacía de la ideología sobre la ciencia. El CPE, que relaja las restricciones al despido para los jóvenes, se basa sobre uno de los resultados más concluyentes de la economía del trabajo: la mejor política para aumentar el empleo es reducir las restricciones al despido. De la misma manera que uno se piensa dos veces poner un piso en alquiler si es difícil echar al inquilino, las empresas dudan mucho más al contratar si el despido es complicado. Por tanto, la ciencia económica sugiere que la mejor política para favorecer la inserción laboral de los jóvenes es relajar las restricciones al despido.

Pero también refleja la falta absoluta de ambición y de coraje para adoptar un plan de reformas coherente y creíble. Porque lo que el Ejecutivo francés ofrecía era una reforma tímida, parcial e incompleta de su mercado laboral. Los jóvenes se quejan de que el Gobierno quiere precarizar su empleo, y en cierta manera tienen razón. Lo que el Gobierno debiera hacer es flexibilizar el empleo de todos los ciudadanos, no sólo de los jóvenes. Francia cuenta con uno de los sistemas laborales más rígidos del mundo desarrollado y, no por casualidad, con una de las tasas de desempleo más elevadas. Al mismo tiempo, tres cuartas partes de sus jóvenes sueñan con ser funcionarios públicos, según una encuesta reciente.

¿Quién ha organizado las manifestaciones? Las asociaciones de estudiantes universitarios, los mismos que sueñan con ser funcionarios. ¿Pero a quién iba dirigido primordialmente el CPE? A los trabajadores jóvenes y con menos calificaciones, no olvidemos que el CPE fue la respuesta a los disturbios del pasado noviembre. Por tanto, no es descabellado argüir que la principal oposición al CPE no ha venido de sus principales destinatarios, sino de aquéllos que lo ven como un primer paso hacia la reducción generalizada de las restricciones al despido. Los manifestantes han reducido las posibilidades de empleo de los que más se iban a beneficiar.

La integración de los mercados mundiales permite que las empresas tomen las decisiones de empleo e inversión a nivel mundial, y querer limitar esto es como ponerle vallas al monte. Le podemos llamar globalización o desarrollo económico, pero esto no se puede cambiar, y hay que adaptarse a las circunstancias. Francia debe entender que la política de empleo óptima es la que protege al trabajador, y no el empleo. Es decir, hay que promover la contratación -facilitar el despido, no sólo de los jóvenes e inexpertos, y al mismo tiempo reforzar las medidas de apoyo a los desempleados como la formación continua y los servicios de gestión del desempleo- para aumentar su empleabilidad. Sólo así se podrá integrar la gran masa de inmigrantes descolgados y evitar un mercado fragmentado entre los protegidos y los desprotegidos. Lo que ofrece el Ejecutivo francés es casi lo contrario, contratos subsidiados para aumentar el empleo joven. Si los sindicatos se preocuparan de verdad sobre las perspectivas de empleo de los más jóvenes, entenderían que es equivalente a pan para hoy y hambre para mañana, porque los subsidios no se pueden mantener indefinidamente.

Francia debería, por tanto, embarcarse en una reforma global de su mercado laboral. Pero, para esto, hacen falta dos cosas: coraje político, que parece faltar, y unas finanzas públicas saneadas para costear el aumento del gasto necesario. Y, por desgracia, Francia tampoco tuvo el coraje de sanear sus cuentas públicas cuando tuvo la oportunidad en la segunda mitad de los noventa. Francia lleva muchos años adoptando reformas marginales y a escondidas, y la estrategia claramente ha fracasado. El rechazo a la Constitución europea, el conflicto con los emigrantes, la debacle del CPE, son todos ellos síntomas de un país que parece incapaz de afrontar los retos que se le presentan. Los jóvenes se marchan a trabajar al extranjero, el patriotismo económico impera, el liderazgo político no existe. Francia está menguando, en muchos aspectos.

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