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Columna
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Estado de excepción municipal

Lo que se ha decretado en Marbella es una suerte de estado de excepción. La quiebra de la normalidad ha sido de tal magnitud que resulta imposible el ejercicio regular de sus tareas por parte del poder público municipal y, como consecuencia de ello, también resulta imposible el normal ejercicio de sus derechos por parte de los ciudadanos. No estamos ante una simple desviación de lo que debe ser el comportamiento exigible a quienes ocupan el gobierno de un municipio, sino ante una ruptura de todas las reglas del juego de la democracia. La conducta delictiva ha dejado de ser la excepción, para convertirse en la norma. Cuando esto ocurre no se puede recurrir a los instrumentos de represión de conductas delictivas de los que dispone el Estado de derecho, sino que hay que reaccionar de otra manera. Este es el sentido que tienen los institutos de protección excepcional o extraordinaria del Estado (estados de alarma, excepción y sitio, artículo 116 Constitución Española), que también operan, aunque de manera distinta, cuando la quiebra de la normalidad afecta a otros niveles de gobierno, como son el autonómico o el municipal.

Estas normas figuran en el ordenamiento porque no pueden no figurar, pero están pensadas para que nunca se tenga que hacer uso de ellas. En el Estado de derecho deben existir sensores que alerten de cuando la desviación del cumplimiento de la ley alcanza niveles alarmantes, de tal manera que puedan entrar en juego las instituciones que permitan limitar el alcance de esa desviación mediante la represión de las conductas antijurídicas antes de que se llegue a una situación de quiebra generalizada de la legalidad. En un Estado de derecho bien organizado, en circunstancias de paz, no se debería llegar nunca a una situación en la que se tuviera que recurrir al estado de excepción.

En España bajo la Constitución de 1978, a diferencia de lo que había ocurrido a lo largo de toda nuestra historia constitucional, habíamos conseguido que así fuera. A pesar de la enorme presión terrorista a la que la democracia española se ha visto sometida, no ha habido que recurrir a ningún instrumento de protección excepcional del Estado desde la entrada en vigor de la Constitución en ninguno de los ámbitos territoriales de gobierno, estatal, autonómico o municipal. Los instrumentos de represión de las conductas antijurídicas han operado con la suficiente eficiencia como para que nunca nos situáramos ante una situación de quiebra de la normalidad, entendida como el ejercicio regular de sus competencias por los poderes públicos y el normal ejercicio de los derechos por los ciudadanos.

Hasta Marbella. Lo grave de lo ocurrido en Marbella es que, por primera vez desde la entrada en vigor de la Constitución, se ha tenido que recurrir al estado de excepción. Estado de excepción municipal, pero estado de excepción. El Estado de derecho no ha sido capaz de detectar institucionalmente la magnitud de la desviación delictiva que se estaba produciendo en el municipio. La actividad ajustada a la ley se había convertido en la excepción. La conducta delictiva se había convertido en la norma. Al final no ha quedado más remedio que acudir a la medida excepcional más radical, acordada, eso sí, por unanimidad de todos los órganos constitucionales que tenían que adoptarla.

Más vale prevenir que curar, dice el refrán. En lo que a la gobernación política se refiere dicho refrán tiene su máxima vigencia. Ello exige revisar nuestro ordenamiento, no para limitar la autonomía municipal, como se ha propuesto de manera oportunista estos días, sino para diseñar mecanismos de control de la legalidad en materia urbanística, que permitan atajar las desviaciones antes de que se conviertan en algo generalizado. La norma andaluza que permite retirar las competencias urbanísticas es un paso en esa dirección. Pero me parece que habría que diseñar alguna medida que no fuera tan traumática y que pudiera actuar antes de llegar a ese punto.

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