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El choque de las filosofías

Será signo de los tiempos, pero bastaron 12 caricaturas en un periódico para que los 25 países de la Unión Europea se vieran inmersos en una extraña confusión intelectual y política. ¿Hay que condenar a Dinamarca o ser solidarios con ella? ¿Es conveniente "entender", incluso agradar a los islamistas que gritan "¡A muerte!"? La Unión Europea apuesta por la desunión. Prácticamente, todos los gobiernos intentan sacar provecho, París o Londres no son Copenhague ¡qué diablos! Teóricamente, la confusión mental está en su apogeo: ¿dónde empieza el respeto a las opiniones de los otros, y hasta dónde llega la libertad de criticar? Las cancillerías están satisfechas con el mínimo denominador común y sugieren que no conviene quemar embajadas. Delante está el manifestante fanático, con la antorcha en mano, que responde: ¿quién ha empezado? Vosotros me habéis calentado la cabeza y yo me limito a prender fuego a vuestras residencias, a vuestros despachos y a vuestras banderas. ¡Admirad mi docilidad!

La confusión y la cacofonía de los europeos alimentan la demagogia. Cincuenta y seis naciones de la "conferencia islámica" han intentado imponer a la ONU, en nombre de los derechos humanos, una legislación contra "la difamación de las religiones y de los profetas". Lo que está en juego es importante. El derecho a expresar opiniones, aun siendo chocantes, y a poner en duda los tabúes religiosos, sexuales o sociales, aunque fueran éstos mayoritarios, son avances que el humanismo clásico y la democracia moderna han pagado muy caro. Una censura supraestatal, al gusto de las múltiples autoridades morales y religiosas, significa un gran retroceso. Sólo puede imponerse bajo la amenaza, sería aceptado por voluntad de apaciguamiento y de sumisión.

La escalada sigue su curso. La campaña anti-caricaturas empezó contra un periódico, luego se dirigió contra Dinamarca, que apela a la libertad de prensa, y en lo sucesivo contra toda Europa, a la que se acusa de utilizar dos varas de medir. ¿No está consintiendo la UE que se ofenda impunemente al profeta mientras que prohíbe y condena otras "opiniones" como el nazismo o el negacionismo? ¿Por qué está permitido reírse de Mahoma y no del genocidio de los judíos?, se preguntan vociferantes los integristas y organizan un concurso de dibujos humorísticos sobre Auschwitz. Estamos en un toma y daca: o bien hay que permitirlo todo en nombre de la libertad de expresión o bien censurar de manera equitativa lo que afecta a los unos y lo que irrita a los otros. Muchos de los que defienden el derecho a hacer caricaturas se dan cuenta de que han caído en una trampa. En nombre de la libertad de expresión, ¿se mofarán de las cámaras de gas?

¿Falta de respeto contra falta de respeto? ¿Transgresión contra transgresión? ¿Hay que poner al mismo nivel la negación de Auschwitz y la desacralización de Mahoma? Aquí se oponen dos filosofías de manera fundamental. Una dice que sí, que se trata de dos "creencias" parecidas, de las que se hace escarnio por igual; no hay diferencias entre la verdad de hecho y la profesión de fe; la convicción de que tuvo lugar el genocidio y la certeza de que el arcángel Gabriel iluminó a Mahoma son del mismo orden. La otra dice que no, que la realidad de los campos de la muerte es del orden de las constataciones pero que el profeta sea sagrado no lo es, porque se basa en el compromiso de los fieles. La filosofía occidental se fundamenta en la distinción entre lo factual y la creencia. Ya Aristóteles separa, por una parte, el discurso indicativo ("apofántico"), apto para la discusión con el fin de llegar a una afirmación o a una negación, y por otra los rezos. Estos últimos no son discutibles porque no constatan nada, sino que imploran, prometen, juran y decretan; no persiguen una información sino una interpretación (De Interpretatione IV). Cuando el islamista fanático declara que los europeos practican la "religión de la Shoah", como él la de Mahoma, está suprimiendo la distinción entre el hecho y la creencia; para él, sólo existen creencias, así que Europa favorece de manera hipócrita a unas contra otras.

El discurso civilizado, sin distinción de raza ni de confesión, analiza y circunscribe verdades científicas, verdades históricas yestados de hecho que no se basan en la fe sino en el conocimiento. Podemos considerarlas profanas o de menor dignidad, pero ello no impide que no se confundan con las verdades de la religión, ya seamos chiitas, sunitas, cristianos, judíos, budistas o agnósticos. Nuestro planeta no es víctima de un choque de civilizaciones o de culturas, es el lugar elevado de una batalla decisiva entre dos métodos de pensamiento. Están aquellos que declaran que no hay hechos sino solamente interpretaciones que son cuando menos actos de fe. Éstos caen o bien en el fanatismo ("yo soy la verdad") o bien en el nihilismo ("nada es verdadero ni falso"). Del otro lado, están aquellos para los que el debate libre con la finalidad de separar lo verdadero de lo falso tiene sentido, de modo que lo político, como lo científico o el simple juicio pueden resolverse a partir de datos profanos que son independientes de las opiniones arbitrarias y preestablecidas.

Un pensamiento totalitario no soporta que le lleven la contraria. Es dogmático, hace afirmaciones levantando el pequeño libro rojo, negro o verde. Es obscurantista, mezcla la política con la religión. En cambio, los pensamientos antitotalitarios dan los hechos por hechos e incluso reconocen los más repugnantes, aquellos que por comodidad o porque nos angustian preferiríamos ocultar. El descubrimiento del Gulag hizo posible la crítica y el rechazo del "socialismo real". La consideración de las abominaciones de los nazis y la apertura muy real de los campos de exterminio convirtieron al europeo a la democracia después de 1945. En cambio, rechazar las verdades más crueles de la historia es el anuncio de una vuelta a la crueldad. Aunque no sea del agrado de los islamistas -que están muy lejos de representar a los musulmanes- no se mide igual la negación de hechos demostrados como tales y la crítica verbal o dibujada de múltiples creencias que cada europeo tiene derecho a cultivar o a burlarse.

Desde hace siglos, Júpiter o Cristo, Jehová y Alá han sufrido muchas bromas y muestras de falta de respeto. Por lo demás, en este juego los judíos son los mejores críticos de Yahvé, incluso lo han convertido en una especialidad. Esto no impide que el verdadero creyente de cualquier confesión crea y deje vivir a los que no piensan como él. Éste es el precio de la paz religiosa. En cambio, bromear sobre las cámaras de gas, divertirse a costa de mujeres violadas y bebés descuartizados, santificar las decapitaciones filmadas y las bombas humanas anuncia un futuro insoportable.

Ha llegado el momento de que los demócratas recuperen la razón y el Estado de derecho sus principios; tienen que recordar con solemnidad y solidaridad que de ninguna manera una, dos, tres religiones y cuatro o cinco ideologías decidan lo que el ciudadano tiene derecho a decir o a pensar. No se trata sólo de la libertad de prensa, sino del permiso de llamar gato a un gato y a una cámara de gas un hecho abominable, abominable cualesquiera que sean nuestras creencias y nuestra fe. Se trata del principio de toda moral: en esta tierra, el respeto a los individuos empieza por la duda universal y el rechazo común de los más flagrantes ejemplos de inhumanidad.

André Glucksmann es filósofo francés. Traducción de Martí Sampons.

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