El año de Núremberg
En octubre de 1945, a los pocos meses de la finalización de la guerra mundial, empezaron en Núremberg los juicios contra los máximos responsables del régimen nazi, capturados vivos, acusados de crímenes contra la humanidad (y "genocidio", un concepto nuevo, acuñado para intentar comprender la magnitud del crimen perpetrado), conspiración para hacer la guerra, etcétera. La historia es conocida de todos, bien a través del cine (Vencedores y vencidos, de Stanley Kramer; aunque se refiere a otro juicio posterior, el de los juristas alemanes), la publicación de las actas (en varios idiomas y en numerosos volúmenes) o investigaciones más o menos recientes (Haydecker y Leeb, 1975; Overy, 2003; etcétera). Por primera vez (hubo un intento después de la Primera Guerra Mundial, pero no llegó a buen puerto, para enjuiciar a los responsables de usar armas químicas) se creaba un tribunal internacional, que debía enjuiciar unos crímenes sin precedentes y a unos criminales que, en un momento u otro de los años anteriores, habían sido respetados representantes del Estado alemán, acogidos y bienvenidos en numerosas capitales del mundo.
Fue una historia compleja, no exenta de tensiones y paradojas. La creación de una jurisdicción ex profeso; la aplicación del principio de retroactividad; el cariz claramente político de muchas de las acusaciones (véase, por ejemplo, el interrogatorio al dirigente democristiano Franz von Papen, que tuvo muy poco de judicial y mucho de político); la presencia de los soviéticos en las filas de los acusadores y jueces; los temas que no fueron objeto de discusión o de análisis (la matanza de militares polacos en Katyn; los bombardeos sobre poblaciones civiles, por ejemplo); etcétera; fueron elementos que lastraron las buenas intenciones iniciales. El gran jurista republicano español, Luis Jiménez de Asúa, exiliado en Argentina, fue implacable: "No podemos menos de anticipar nuestra profunda desilusión ante el rotundo fracaso jurídico de este primer intento de instaurar una justicia universal". La suya fue la desilusión del jurista demócrata que soñó una "justicia auténtica" para perseguir crímenes y criminales como los nazis, y topó con una realidad mucho más compleja y desagradable.
Mientras el tribunal, las bases teóricas del juicio, etcétera, iban tomando forma en la ciudad alemana, la España franquista aguantaba la respiración. Ninguno de los responsables civiles y militares de la dictadura iba a sentarse en el banco de los acusados, aunque hubiese motivos y pruebas más que suficientes para acusarles, como mínimo, de complicidad criminal con el nazismo. Sin embargo, el miedo y la presión internacional no fueron suficientes para evitar la explosión de soberbia y supuesta superioridad moral de los servidores de la dictadura: desde La Vanguardia Española de Barcelona, se atrevieron a exigir la convocatoria de un "Nuremberg español" contra la "pandilla" (republicana en el exilio) que "sumió en la más horrenda de las crueldades a los hombres de significación política contraria a la suya", ya que sus "crímenes resisten sin desdoro su bárbara atrocidad la comparación con los métodos que ahora nos describen los despachos periodísticos de aquí o de allá". (Criminales de guerra, 11-9-1945). Claro que "los despachos periodísticos de aquí o de allá" hablaban de Dachau, Auschwitz, Buchewald, etcétera. Pero, ¿qué importaba, si se podía comparar a Hermann Göring con Juan Negrín? Por las mismas fechas, en el Madrid del Caudillo, el muy monárquico y franquista Abc se apresuraba a señalar que franquismo y nazismo nunca habían sido lo mismo; al contrario, eran claramente incompatibles: "Para el español no puede haber nada tan extraño y lejano como la doctrina racista, anticatólica y antihispánica. Una de las glorias de España consiste precisamente en haber dado origen a una nueva raza en las inmensidades de América" (21-9-1945). Casi diez años de amistad entre fascistas españoles y nazis alemanes eran echados a la basura precisamente por aquellos que más cosas tenían que agradecer a Hitler y sus camaradas alemanes.
Apretando lo dientes, moviéndose con mucha cautela, reescribiendo el pasado más inmediato (las óptimas relaciones, complicidades y amistades entre fascismos europeos) y proclamando, con una absoluta falta de vergüenza y escrúpulos morales, que "nuestra neutralidad favoreció a los aliados" (La Vanguardia Española, 21-8-1945); buscando aprovecharse de las disensiones entre los aliados que habían ganado la guerra y cargando las tintas en el discurso católico-integrista y anticomunista. Bajo estos parámetros se movió la dictadura en el verano, otoño e invierno de 1945, entre el fin de la guerra y el inicio de la posguerra fría. El solo hecho de no haber entrado en la guerra -y no por falta de ganas de Franco, Serrano Suñer, Arrese y tantos otros, precisamente-, ahorró al dictador y sus cómplices un final como el de Göring, Von Ribbentrop y los otros camaradas nazis en Núremberg; o como el de Pierre Laval en París. No por ello debemos considerar el "año de Nuremberg" (noviembre de 1945-octubre de 1946) como un episodio ajeno a la historia de la España franquista. La sola presencia de Francesc Boix, deportado catalán a Mauthausen y superviviente del horror del exterminio, como testimonio de la acusación, creó un vínculo indestructible entre el fascismo español y los dirigentes de la dictadura nazi, juzgados y condenados por crímenes contra la humanidad y genocidio en la ciudad alemana.
Francesc Vilanova es profesor de Historia Contemporánea (UAB) y autor de La Barcelona franquista y la Europa totalitaria (1939-1946).
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