Ooh, Las Vegas
No me cansaré de repetirlo: la gran esperanza de nuestro teatro está en Argentina. Tenemos muchísimo que aprender de sus jóvenes dramaturgos, para no hablar de sus actores. Lecciones de energía creativa, fusión de géneros y tonos, verdad radical bajo el juego y el aparente artificio. Y, por encima de todo, imaginación libre y salvaje, sin dictaduras de mercado, porque no existe, ahí está el detalle. He hablado muchas veces del gran Javier Daulte, un maestro ya conocido por el público español. Hablemos hoy de Spregelburd, Rafael Spregelburd. Este hombre, como Daulte, está haciendo en teatro las películas que muchos sueñan y las novelas que muchos querríamos hacer. Le(s) tengo una envidia y una admiración tremendas. En 1994, Spregelburd y Andrea Garrote, ambos actores y dramaturgos, crearon su compañía, El Patrón Vázquez. Les vimos en la Beckett con su primer espectáculo, Dos personas diferentes dicen hace buen tiempo, a partir de varios relatos de Carver. Después llegó un remix de Pinter, el único autorizado por él, en Tantarantana, Varios pares de pies sobre piso de mármol, del que no supe ver en su momento (todavía meo culpa) la gran semilla de potencia creativa. La venda me cayó de golpe en la Cuarta Pared ante La escala humana, un musical psicótico y tripartito (Daulte, Spregelburd, Tantanian) que cortaba cualquier hipo y cualquier reticencia anterior. Entretanto, en Buenos Aires, Spregelburd cocinó Fractal (2000) y arrasó luego en el Rojas con Bizarra (2003) ("la lucha de clases explicada a los niños, con pornografía y pop"), una telenovela teatral en diez capítulos y veinte horas de duración, descomunal respuesta escénica a la crisis argentina de 2001. En sus ratos libres, y siguiendo el lema "sólo funcionan los proyectos imposibles", fue escribiendo y estrenando su "Heptalogía de Hieronymus Bosch", siete obras concebidas más o menos simultáneamente, de las que ya se han visto en su país La inapetencia, La extravagancia, La modestia, El pánico y La estupidez. Esta última, ganadora del Premio Tirso de Molina 2003, fue un encargo del Teatro Nacional de Hamburgo; coproducida por el Wiener Festwochen, ha batido récords en la capital porteña durante dos temporadas y acaba de presentarse en España, en Temporada Alta (Salt) y en el Festival de Otoño, en la Cuarta Pared.
A propósito de la obra La estupidez, de Rafael Spregelburd, que se vio en el Festival de Otoño
Es tarea imposible resumir La estupidez, un hongo atómico (y fuertemente alucinógeno) que parece haber nacido bajo los paraguas de Pulp Fiction, Short Cuts y Magnolia, con ecos de Pynchon, David Foster Wallace y los hermanos Coen. "Monumental" y "brillantísimo" son los primeros adjetivos que vienen a mano; también "excesivo", desde luego, aunque a veces el exceso es una forma extrema de generosidad. La comedia dura tres horas veinte y eleva al cubo la Teoría del Caos, tan querida (a la fuerza ahorcan) por la nueva ola argentina. En un motel del desierto, en las afueras de Las Vegas, veinticinco personajes al borde de la catástrofe se entrecruzan según patrones aleatorios, como sistemas que se desorganizan al reaccionar ante variables no previstas. "La coincidencia es la madre de la turbulencia", dice uno de ellos al principio. Hay tres policías (dos de ellos gays) de la patrulla de carreteras que buscan el amor y encuentran una maleta con medio millón de dólares. Hay una muchacha solitaria afectada por el virus del monólogo entrópico. Hay cinco turistas porteños de clase media, jugadores compulsivos, que quieren desfondar los casinos con un método improbable, la "Ley de Alyett". Y una pareja de estafadores que se toman por (y visten como) Emma Peel y John Steed: quieren vender un cuadro robado e inventan una "escuela neomoderna", comprobando que su ficción se hace verídica, crece y se expande, con la inesperada ayuda de un millonario tejano y un coleccionista japonés. La aventura del "cuadro asesino", a caballo entre Vila-Matas y Benacquista, es uno de los grandes momentos de la velada, pero pronto trepa al podio la cuarta historia, protagonizada por a) un físico cuántico, descubridor de la "ecuación Lorenz", un Aleph que puede cambiar la historia pasada y futura del mundo; b) su hijo, asediado por dos capos sicilianos de la industria del disco, y c) una periodista empecinada en hacerse con la fórmula. El segmento más negro y feroz del quinteto -se te encoge el alma y te partes de risa al mismo tiempo- corre a cargo de un actor secundario, amargado y alcohólico, que tortura muy incorrectamente a su hermana, una autista paralítica, hasta que entra en escena una puta bondadosa, trastornada por la visión de un biopic sobre el papa León XI. El tour de force narrativo, que transcurre en una sola habitación que es todas las habitaciones, corre parejo con el maratón actoral de un repóquer de cómicos superdotados (Andrea Garrote, Mónica Raiola, Héctor Díaz, Alberto Suárez y el propio Spregelburd), capaces de cambiar de piel en unos segundos, el tiempo de salir por una puerta y entrar por otra. No hay "caracterizaciones". No hay "tipos". Ni caricatura: el humor, la pincelada satírica, nunca trabaja contra la verdad humana, la pureza secreta y conmovedora que late bajo el disparate o el presunto estereotipo. Al final, cuando salen los cinco a saludar, todos tenemos en la cabeza la misma pregunta: ¿y dónde están los otros veinte? La estupidez ofrece una moraleja oculta ("se puede sufrir infinitamente sin extraer ninguna lección, sin aprender nada para la próxima vez") y una enseñanza práctica: esta joya teatral ha alcanzado su máxima cota de excelencia porque, según me cuentan, Spregelburd escribió y reescribió el texto durante dos años, y empleó otro más en levantarlo escénicamente, noche a noche, con sus actores, cómplices absolutos de la aventura, mientras se ganaban la vida en otros menesteres. La estupidez es un rotundo trabajo de amor ganado: hacía tiempo que no veía algo tan rico, tan poderoso, tan estimulante. ¡Quiero otra dosis!
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