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Columna
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Haro

Juan José Millás

Ni capilla ardiente, ni funeral, ni catafalco, ni velatorio, nada. Pura disolución. Sus humores, sus músculos, sus entrañas, sus órganos, servirán para que los estudiantes jueguen a los médicos o presuman de haber cortado su cerebro en láminas. Me pregunto si consideró la posibilidad de que lo incineraran. La cremación fue al principio una afirmación de ateísmo. De hecho, la Iglesia tardó años en aceptarla, quizá por miedo a que el día de la resurrección de los muertos fuera más difícil reunir las cenizas de un individuo que los pedazos de un jarrón roto. Acabó admitiéndola por economía, quizá por higiene. Un nicho, no digamos un panteón, cuesta más que una solución habitacional de 30 metros, y es un criadero de bichos.

Pero la incineración ha devenido ya en una suerte de rito religioso, a la manera ecologista si ustedes quieren, pero religioso al fin. A los deudos les queda la enojosa tarea de viajar hasta el mar y aventar los restos, o de distribuirlos laboriosamente por los lugares donde el difunto se hizo un hombre. Cuando el viento no colabora, las cenizas se vuelven contra el que las arroja (como la saliva contra el que escupe contra el cielo) buscando los ojos, la boca, los oídos. No tienen gérmenes, de acuerdo, están desinfectadas, limpias, pero al probarlas resulta que poseen el sabor del futuro, cuando uno creía que pertenecían al pasado... La cuestión es que lo que comenzó siendo un acto de laicismo había adquirido, con la evolución de estas liturgias, un aroma espiritual indeseable.

Nada de eso. Haro Tecglen, como empezamos a llamarle antes de que se convirtiera en Eduardo Haro, o Haro a secas, ha donado sus dos metros de estatura a la ciencia. Es un modo de no incordiar en alguien que, curiosamente, no hizo otra cosa en vida. Sin duda, juzgó que hay formas de molestar que no tienen sentido. La capilla ardiente es muy aparatosa, pero carece de significado, y el whisky de la cafetería del tanatorio sabe a madera de pino. Posiblemente, no pensó que su cuerpo fuera importante para la ciencia, pero como coartada para desaparecer sin ser visto / oído podía funcionar. No hay nada después de la muerte, quizá antes tampoco. Tomamos nota de su mutis por el foro y evitamos las frases de rutina.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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