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MOTOCICLISMO | Gran Premio de Japón
Columna
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'Made in Japan'

El mundo al revés. Si miramos el mapamundi no hay ninguna duda de que Japón se encuentra en el hemisferio norte, pero podría estar en el sur. Es tan habitual ver a un piloto italiano, cualquiera de los muchos y muy buenos que compiten en el Mundial, ganar sobre una moto italiana en 250cc (Aprilia), y a las máquinas japonesas conducidas por europeos, americanos o australianos imponerse en MotoGP, que lo sucedido este fin de semana en Motegi parece contradecir la norma no escrita: Loris Capirossi ganó sobre su Ducati en MotoGP -ambos no habían pisado el escalón más alto del podio desde el Gran Premio de Cataluña de 2003-, y Hiroshi Aoyama venció de forma incontestable, a lo Pedrosa, sobre su Honda en 250. Se invirtieron los términos.

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Aunque la marcha de Garibaldi ya es un tema clásico en los podios de la categoría máxima, el resultado de la carrera en el cuarto de litro no deja de tener su miga: circuito japonés, piloto japonés, moto japonesa y neumáticos japoneses. El Twin Ring Motegi es uno de los feudos de Honda -el otro es Suzuka-, la marca más potente del Mundial junto con Yamaha y también la pista donde Bridgestone lleva a cabo sus propios ensayos. Cabría entonces preguntarse por qué una nación tan poderosa en este ámbito no tiene más hombres destacados en la alta competición.

Repasando la historia podemos constatar que Japón sí ha dado varios pilotos punteros pero apenas ha cosechado campeonatos mundiales. A principios de este siglo se significan especialmente dos nombres en 125cc, ambos rozando el título absoluto sin conseguirlo, el simpático Noburu Ueda, que se retiró ya bastante veterano, y el temperamentel Youchi Ui, que logaría el subcampeonato con una moto española (Derbi). Quizás el mejor piloto japonés de la historia sea el menos japonés de los pilotos: Tetsuya Harada, campeón del mundo de 250cc en 1993 con Yamaha. El hermético Harada, de cuyo estilo de conducción practicado con tiralíneas pueden verse trazas en Pedrosa, dejó después la marca de los tres diapasones para irse a desarrollar la complicada Aprilia 500. Ocho años más tarde, el país del sol naciente obtuvo su segundo título en 250 gracias al desaparecido Daijiro Katoh. Ganador en 2001 con Honda, era la gran esperanza del motociclismo nipón integrado en el equipo Movistar-Honda de MotoGP, con Sete Gibernau como compañero de filas, pero su carrera quedó truncada al iniciarse la temporada 2003 en Suzuka con un accidente mortal en los entrenamientos del Gran Premio de su país. Su nombre se ha convertido en leyenda, y su memoria preservada no sólo por Sete, que luce el dorsal 74 de Katoh a la altura del corazón, sino también con una prestigiosa escuela de pilotaje que lleva su nombre. En la máxima categoría del Mundial los pilotos orientales siempre lo han tenido algo más complicado. Pese a contar con hombres de la talla de Nobuatsu Aoki, Tadayuki Okada, Norifumi Abe, Toru Ukawa y, actualmente, Shinyia Nakano y Makoto Tamada -el hombre de Bridgestone en los Grandes Premios, que el pasado se impuso en Motegi con su Honda- las cuatro grandes no siempre han favorecido a corredores de su propia cantera.

La legislación japonesa grava fuertemente las motos de alta cilindrada, y asegurar una moto superior a 400cc resulta no sólo ruinoso sino casi ilegal. La paradoja es que sus grandes superbikes son productos dirigido al primer mundo occidental; su gran público es americano, europeo y australiano, como los pilotos hegemónicos en las grandes cilindradas.

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