Europa varada
Que la Unión Europea está en una situación crítica no es discutible. Hay crisis europea y crisis de europeísmo. Viene de atrás, no ha surgido en los últimos meses. Baste recordar la salida del Consejo Europeo de Niza que, más allá de los contenidos del Tratado que se aprobó, hacía decir a los líderes que había que iniciar los trabajos para un nuevo tratado útil para encarar los desafíos futuros de la Europa a 25. Era el reconocimiento expreso de que aquel ejercicio había sido, cuando menos, insuficiente.
Como resulta banal, por no decir patético, oír al señor Rajoy hablar de la irrelevancia del presidente del Gobierno en la última cumbre sin recordar las imágenes del señor Aznar en el más absoluto aislamiento que yo haya conocido en los Consejos Europeos, no entraré en esa consideración más que para recordar que siempre tuvo el apoyo de la oposición y nunca la crítica ridiculizadora que ahora practican tan irresponsablemente.
Interesa más el fondo, el desafío de la construcción europea varada por razones múltiples y sin orientación que permita atisbar siquiera la salida.
Crisis de Europa en la dimensión económica y social, en su adaptación a los retos de la nueva economía mundial, en su pérdida de competitividad frente a economías emergentes que se incorporan con fuerza a la globalización y frente a economías desarrolladas como la de EE UU que ganan en tecnología y valor añadido.
Crisis de Europa ante el desafío interno de la ampliación a 25, 27 o ante la incorporación de Turquía. Con dificultades para funcionar eficientemente a 15 no se sabe cómo avanzar en el proceso de toma de decisiones en la nueva realidad de más de 25.
Crisis de Europa en la definición de su papel ante el mundo, radicalmente distinto tras la caída de la Unión Soviética y el impacto de la revolución tecnológica que llamamos globalización. La fractura de Irak pesa como una losa difícil de levantar.
Pero también hay una crisis de europeísmo o de europeidad. Una pérdida de orientación e impulso sobre la aspiración de una Europa política, más allá de una zona de libre cambio con algunas políticas comunes o coordinadas hoy en cuestión. Viejos socios que han pretendido siempre frenar esta dimensión europeísta, como Gran Bretaña, se ven reforzados por otros socios fundadores como la Italia gobernada por la derecha, o nuevos procedentes de la recuperación de las libertades tras el comunismo, más inclinados al modelo "anglosajón". Frente a ellos, las autoridades "desautorizadas" de los países fundadores que han perdido las consultas populares y Alemania en espera de cambios imprevisibles. Sólo España aparece con los deberes hechos, en el debate sobre el Tratado Constitucional y en su voluntad europeísta de seguir avanzando hacia la Unión Política. Pero tiene que medir sus iniciativas, calcular sus efectos para tratar de evitar retrocesos en el proceso, en un escenario europesimista.
La crisis es grave y, temo, profunda. Pero, como siempre, conviene recordar que Europa, sus avances más serios en la integración, se ha hecho a golpe de crisis. A pesar de todo, deberíamos confiar en la superación de esta crisis ante la evidencia (en política es lo último que se ve) de que cada uno de los países que la integran, por separado, serán incapaces de avanzar en la nueva realidad mundial con un mínimo de relevancia, de peso, al servicio de lo que llamamos modelo europeo, hoy desdibujado y confuso, y de su incidencia en las relaciones con los otros actores mundiales.
Pero también puede ser una crisis que se resuelva con un retroceso en la construcción de la Europa Unida. Un debilitamiento de lo común interno y externo, como consecuencia del repliegue hacia un renovado nacionalismo de "sálvese cada uno como pueda". Y para esta operación puede estarse fraguando una cierta coalición con liderazgo británico. Un viejo sueño desde hace más de 30 años para los líderes de la isla, sean conservadores o laboristas.
No es sólo, ni fundamentalmente, la presidencia británica de turno, que constituye una gota de agua en el devenir europeo. Es la crisis de la otra visión de Europa la que importa. Y ésta puede durar bastante más que el semestre de presidencia británica. "Un año de reflexión" es el único y triste acuerdo obtenido de una cumbre ejemplarmente llevada por Juncker. ¿La reflexión es acción o espera para que el milagro del cambio de ambiente se produzca?
El triste consuelo de los europeístas no puede consistir en criticar por anticipado a Blair. Que va a intentar aprovechar la situación para reorientar a la Unión Europea en el sentido que le gusta a Gran Bretaña, no cabe duda, pero esto es irreprochable. ¿Qué otra cosa puede hacer sino servir a su visión de Europa? ¿Por qué habría de renunciar a ejercer el liderazgo que le conviene ante el vacío actual? Es la mejor oportunidad de Gran Bretaña para arrimar el ascua a la sardina que llevan décadas intentando pescar.
Más bien al contrario, hay que articular, entre los europeístas que creen en la necesidad de profundizar en la Unión Política una estrategia clara y alternativa, que ni siquiera debe ser de choque, porque algunos de los elementos que aporta Blair, sobre crecimiento económico y competitividad en la economía global, merecen ser discutidos.
Por eso, los responsables europeos que creen en la superación de la crisis con más integración, y no menos, y con la defensa de un modelo social europeo propio tienen que "reflexionar" trabajando. Esto atañe a los líderes gubernamentales, pero también a los de las Instituciones. La Comisión no puede seguir olvidando que le pertenece el derecho de iniciativa, y el Parlamento tiene que activar sus poderes como representante de la "soberanía europea" o, si lo prefieren, de esa "ciudadanía europea" cuando menos desconcertada por la deriva de la Unión.
Algunos -tal vez muchos- de esos ciudadanos queremos una Unión Europea que se constituya como un poder relevante en la nueva civilización y en el nuevo orden mundial. Esperamos respuestas a preguntas claves sin las que hablar del modelo social europeo será inconsistente. Por ejemplo, cómo competir con mayor productividad por hora trabajada frente a los que tienen salarios bajos y a los que tienen más tecnología incorporada a su sistema productivo. No hay escapatoria si queremos, en serio, defender el modelo de cohesión social que nos es propio.
También queremos que Europa, la UE, pese en el nuevo orden -o desorden- internacional para que avancen sus valores y se defiendan con eficacia sus intereses. La PESC no puede detenerse a pesar de los fracasos en la aprobación del Tratado. Sin una política exterior y de seguridad común tenemos que olvidarnos de significar algo en el concierto internacional, ya sea en las materias de cooperación y comercio, ya sea en las de la paz y seguridad, en el progreso de las democracias o en la tensión sobre la energía.
Europa no puede seguir varada.
Felipe González es ex presidente del Gobierno español.
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