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Tribuna:
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¿Dónde estamos?

La sacralización se utiliza en política en forma deliberada como técnica excluyente que logra sacar de la agenda política determinados asuntos, convirtiéndolos en objetos situados más allá (o más acá) del debate y de la reflexión. Se trata de hurtar a la esfera pública de la ciudadanía los objetos que, precisamente, son más propia y absolutamente políticos: las pensiones, el terrorismo, el desarrollo, el bienestar económico, etc. Sobre estos asuntos no se puede (no se debe) discutir, nos dicen los sacerdotes de esta nueva sacralidad: el consenso acrítico es la única conducta admisible con respecto a ellos.

La política sobre el terrorismo, la pacificación, las víctimas, es una de esas materias que actualmente se nos quiere hurtar del debate y convertir en cuestión a la que sólo cabría aproximarse desde posiciones de adhesión fideísta o de rechazo moral. El ciudadano es exhortado a no pensar críticamente, a no hacer un uso público de su razón en torno a estos temas, sino a adherirse a visiones sacralizadas: la paz como valor supremo, el honor de los muertos, la memoria de los caídos, el respeto debido al guerrero, la unidad de los demócratas. Lo que sea, con tal de hurtarnos la dimensión política del asunto. Que es contra lo que se dirigen estas líneas.

Recurramos entonces a la reflexión. Tenemos un hecho, que el Gobierno ha decidido negociar el final de ETA. Y una serie de incógnitas, sobre todo las referentes al porqué y al cómo de esa decisión.

La debilidad de ETA no parece ser la única causa desencadenante del proceso, puesto que por sí misma sólo aconsejaría acentuar la exitosa política que la ha producido. Más bien parece que el factor motivante está en la persistencia rebelde del apoyo político al radicalismo en una parte sustancial de la sociedad vasca. El problema no es tanto ETA (el riesgo de su progresiva grapización sería perfectamente asumible por el sistema político) cuanto la demostrada capacidad de resistencia del radicalismo político en Euskal Herria, su enquistamiento como herida abierta que impide la normalización política. Por eso precisamente es con éste con quien se va a negociar, y es a éste a quien se le van a abonar los costes transaccionales de su reingreso. Mejor dicho, se le están pagando ya en muy diversas formas, como puede constatar cualquier lector que mire en su derredor (trato normalizado para el EHAK-PCTV, admisión del protagonismo público de Batasuna, etc.). Lo que se va a arrumbar, en un primer momento, no es la persecución policial y judicial de ETA, sino la política de exclusión del sistema de los radicales (la Ley de Partidos Políticos). Se trata de combinar la persecución implacable de la violencia con la gentil oferta de espacio político a quienes hasta hoy mismo la habían defendido.

Conviene advertir que lo anterior no debe interpretarse como una crítica, sino como una constatación. Si el presidente del Gobierno posee fundamentos para creer que se puede acabar con ETA y al tiempo incorporar a los radicales al sistema, es legítimo, incluso obligado, que lo intente. Aunque también es legítimo advertir desde la reflexión pública que deberá asumir la responsabilidad consecuente si fracasa, fracaso que puede materializarse en dos órdenes de realidades. El primero, la posibilidad de estar inadvertidamente insuflando vida a un moribundo (error de cálculo respecto a ETA). El segundo obligará a valorar el proceso en función de los pagos a que obligue la propia dinámica que se ha asumido, los pagos que tarde o temprano habrá que abonar en la mesa política a los radicales (o al nacionalismo en su conjunto, porque en este punto habrá una pugna soterrada entre familias nacionalistas para heredar el legado de la violencia). ¿Cuáles son los límites a estos pagos? Aquí asoman dos nubarrones que arrojan serias dudas sobre la oportunidad del proceso iniciado. El primero consiste en la debilidad estructural que supone iniciar el proceso de pacificación cuando el marco estructural de la política territorial está abierto, precisamente porque al mismo tiempo están en revisión el Estatuto y la Constitución. Una tal situación de indefinición (se negocia desde el Estado de derecho, sí, pero resulta que ese Estado de derecho está en situación fluida) puede generar una dinámica de maximización de las demandas radicales y nacionalistas.

Por otro lado, la deriva nacionalista emprendida por gran parte del socialismo ibérico parece augurar que el Gobierno cederá en lo que se refiere al ámbito interno de la comunidad autónoma vasca (garantizar la hegemonía nacionalista para afrontar un proceso de renacionalización o asimilación más acentuado), siempre que se salve el marco común estatal y su capacidad de coordinación de las nacionalidades. Vamos, que los paganos seremos probablemente los vascos no nacionalistas, una especie destinada a difíciles condiciones de vida pública en el futuro.

Pero sigamos con la reflexión, ahora relativa al punto del cómo se ha realizado la implantación de la nueva política. Hecho evidente es que se ha producido la ruptura con el Partido Popular y con buena parte de la opinión pública. Hecho ante el que caben dos interpretaciones: o Rodríguez Zapatero ha sido torpe en la implementación de su decisión, o bien quería hacerlo precisamente así. El discurso gubernamental nos vende la primera opción: el presidente sería un político altruista, generoso, bienintencionado, aunque quizás un poco ingenuo e imprudente ante el secular cerrilismo de la derecha. Me parece una versión improbable si nos atenemos al estricto desarrollo de los sucesos. Más bien parece que ha existido un acusado maquiavelismo en el diseño de un cambio de política que se deseaba produjera un cambio total de agenda (el deseo oculto de todo político) y otro de alineación de las fuerzas políticas. El cambio de agenda ha sido fulminante (recuerden ustedes de qué hablábamos aquí hace dos meses, y compárenlo con nuestra conversación pública actual), al igual que lo es el de alineación política: el Partido Popular se ha quedado solo, en un extremo radicalizado de la política nacional, y amenazado seriamente de un ostracismo total.

Rodríguez Zapatero habría provocado deliberadamente la ruptura mediante una propuesta, banal en sus propios términos, pero cargada de intención y significado políticos, presentada además abruptamente al Congreso. Hacerlo como lo hizo, sin la más mínima consulta previa, revela un designio deliberado de provocación. Y es que nunca se concederá suficiente importancia al manantial inagotable de legitimación pública que ha alumbrado el Partido Socialista desde el 14-M: basta provocar un poco a los populares para generar un rechazo de éstos tan cerril, visceral y extremoso quepor sí mismo parece otorgar la razón al Gobierno. Se trata de la legitimación mediante el autodescrédito de la oposición.

¿Y por qué desearía Rodríguez Zapatero descolocar al Partido Popular? Las razones son varias, y van desde las simples ecuaciones electorales de la política nacional (quien se aleja del centro, se pierde) hasta las necesidades de la política trazada por el mismo presidente en materia territorial. Porque es un dato innegable que éste quiere hacer política territorial con los nacionalistas, no contra ellos. Y de momento ha conseguido alinearse con ellos y contra los populares. Éstos, al fin al cabo, no pueden moverse de donde están, su propio extremismo les obstruye la posibilidad de transitar a lo largo de los ejes políticos de los conflictos en juego. Confían en la necesidad aritmética de sus votos para la reforma constitucional, pero quizás fían demasiado; bien podría ser que el futuro no les permitiera utilizarlos sino a cambio de su suicidio (unas elecciones anticipadas, por ejemplo).

Y todo ello unido a algo radicalmente opuesto a lo que proclama en público nuestro personaje: una cierta dosis de pesimismo antropológico, o por lo menos de realismo descarnado. Si se intuye que los populares nunca van a aceptar un cambio negociado de política sobre el final de la violencia, es probablemente mejor provocar su rechazo y ruptura frontal que darles tiempo para discutir y reorganizarse. Si va a existir un daño, mejor provocarlo y asumirlo desde el principio. Ya ha pasado el estallido, ya se ha sufrido la manifestación. Ahora, prosigamos.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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