Un Haendel hispano
Durante su larga y fructífera vida en Inglaterra, Haendel escribió 35 óperas, en italiano porque éste era el lenguaje oficial del género. Giulio Cesare o Giulio Cesare in Egitto, ya que de ambas maneras puede y suele nombrársela, se sitúa en la etapa central, ya que se estrenó en abril de 1724. Fue además su partitura de vida más larga, en periodos aciagos para su obra, reducida casi a las meras y convenientes informaciones enciclopédicas. Sin embargo, resucitaba de improviso en los años cincuenta de la pasada centuria, al hilo de centenarios y en inesperadas programaciones de teatros alemanes, italianos, ingleses o norteamericanos. Era un Haendel libremente recuperado, que podía cantarse en el original italiano o traducido al alemán o inglés, y asimismo muy manoseado: se cortaban o se intercambiaban páginas o se reducía la partitura a espacios y tiempos más -se suponía- cómodos para asistentes o curiosos.
La paulatina amplitud que el repertorio viene desarrollando modernamente incluyó, desde luego, al Barroco como una de las asignaturas pendientes y el interés por las lecturas filológicas, sumada a la aparición de intérpretes y conjuntos capaces de reproducir las condiciones más o menos idóneas en las que se dieron a conocer estas obras, alcanzó a Haendel como merecía el sin duda, junto a Vivaldi, compositor más representativo del periodo. Y, por supuesto, Giulio Cesare se erigió como su título más socorrido. En un momento donde el director de escena se eleva como el puntal más llamativo de una representación operística, la ópera "egipcia" de Haendel ha tentado a personalidades tan dispares como Peter Sellars (Bruselas, 1988), donde la noble Cornelia pierde algo de su dignidad al convertirse en heroinómana; a Luca Ronconi, que la ofreció en el Teatro Real de Madrid con guiños a Hollywood o a la Cinecittà de la buena época del peplum. Una lista jugosa de registas que amplían Harry Kupfer, Nicholas Hytner, Herbert Wernicke, Willy Decker o John Copley: la crème de la crème.
A España también llegó esta resurrección haendeliana y si el Liceo con el malogrado Wernicke restituyó una bien tergiversada versión de Giulio Cesare que subió hace apenas unas temporadas, Oviedo y Madrid también se acordaron de esta redención, con repartos donde sobresalían algunos nombres españoles. Pero he ahí la sorpresa que, rizando el rizo, nos reserva Murcia. El Centro de Congresos y Exposiciones Víctor Villegas ha elegido como primera ópera a representar en esta década existencial el título haendeliano por antonomasia. Un Giulio Cesare que, si en la parte instrumental y directorial está confiada a nombres foráneos (Orquesta Barroca de Bratislava bajo el norteamericano Stephen Stubbs), el resto del equipo es exclusivamente español. No asombra el dato por parte de Emilio Sagi, que ya ofreció su elegante e imaginativo montaje en Oviedo (tan sutil o más que el casi paralelo Farnace vivaldiano en La Zarzuela), ni un figurinista tan selecto como Jesús Ruiz Moreno y menos de ese genio del manejo poético de la luz que es Eduardo Bravo.
Lo que sorprende es que el reparto vocal, con exigencias instrumentales y dramáticas nada cómodas, es al completo español. Por este orden de dificultades. Ángeles Blancas, anunciada en un principio y disparando entusiasmos dada su portentosa presencia escénica, ha sido sustituida a última hora por una Cleopatra de no menor garantía: Elena de la Merced, ya intérprete exitosa del papel en la anterior edición liceísta de la obra. Cesare, estrenado por el castrado Senesimo, una de las leyendas de esta intrigante vocalidad, ha recalado actualmente en esa especie de sustitutivo de aquél: el contratenor. Y el español, aunque nacido en Brescia, Flavio Oliver se va a encargar de tan jugoso cometido. Cornelia se pasa la ópera lamentando la traicionera muerte de su esposo Pompeyo. Otra valenciana, con sus preciosos medios de mezzo claros y cálidos, limpios y homogéneos, Marina Rodríguez-Cusí, parece la intérprete idónea para tan señorial matrona. Lola Casariego y su larga y aprovechada experiencia como intérprete, sobre todo mozartiana y rossiniana, pondrá en pie el apasionado personaje de Sesto. Como el intrigante y melifluo Tolomeo, el contratenor catalán Jordi Domènech tiene fácil y seguro el consenso: lo cantó ya, triunfalmente, en las representaciones liceístas de 2004. Completan el suculento equipo nacional el barítono José Antonio López en el pérfido pero también sinceramente enamorado general egipcio Achilla, el bajo murciano Eduardo García Sandoval en Nireno y el siempre eficaz bajo santanderino David Rubiera como el tribuno romano Curio.
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