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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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El príncipe y el constructor

Josep Ramoneda

DE LOS CRÁTERES del barrio del Carmel de Barcelona ha emergido súbitamente todo un sistema viciado de contratación y realización de la obra pública. El conseller Nadal, sobre el que han caído las responsabilidades de la ejecución de una obra contratada e iniciada por la anterior Administración convergente, ha puesto sobre la mesa de disección parlamentaria unos procedimientos nada ejemplares de adjudicación de obras que permitían repartos muy desiguales del pastel de la obra pública, firmas de modificaciones de proyectos cuando las construcciones ya estaban inauguradas, escaso control de los cambios operados durante el proceso de trabajo y adjudicaciones confusas. ¿Por qué los socialistas catalanes no denunciaron estos procedimientos cuando estaban en la oposición? Quizá ha sido necesario entrar en los archivos de una consejería gobernada por la misma coalición durante 23 años para obtener la información que pueda dar entidad a las acusaciones. ¿Por qué Nadal hace estas denuncias ahora, practicando el principio de que la mejor defensa es un buen ataque, y no la hizo antes, sin la presión de un acontecimiento excepcional?

Es cierto que Nadal, que lleva un año en el cargo, ha impulsado una serie de medidas y modificaciones de protocolos destinadas a una mejor transparencia en la gestión de la obra pública en el futuro. Si son ciertas las irregularidades que él denuncia ahora, la principal responsabilidad del conseller en este caso es no haber paralizado todas las obras puestas en marcha por la Administración anterior. Aunque, sin duda, los costes de frenar de golpe toda la obra pública en marcha serían cuantiosos en todos los sentidos y difíciles de justificar ante la opinión pública.

Llevamos muchos años, demasiados, oyendo hablar de tapadillo, en todos los ámbitos de la Administración, de las perversas relaciones entre los príncipes y los constructores. Nadal ha colocado este problema a cielo abierto. Sería magnífico para la democracia que la vía no se cerrara inmediatamente, a través de una especie de consenso provocado por los miedos mutuos, y que se clarificara ante la opinión pública para siempre qué pasa entre obras públicas, constructores, partidos y dineros.

Pero el caso del Carmel plantea otras cuestiones de interés general. Empezando por la responsabilidad de los políticos. La política tiene una dimensión de representación teatral, de ritualización del conflicto. De este rito forma parte la exigencia de responsabilidades. Y el carácter ritual les da un sesgo particular. El teatro político, amplificado mediáticamente, exige, a veces, sacrificios para reestablecer un cierto equilibrio simbólico en la sociedad. Y ésta es una carga que, en cierto modo, va con los riesgos que asume el que decide libremente dedicarse a la política. Tanto el presidente Maragall como el conseller Nadal han calificado de injustas las dos dimisiones que el Gobierno catalán ha dado. Si fueran injustas sería su obligación no aceptarlas. Pero los propios políticos, al exigir reiteradamente dimisiones a sus adversarios, han asumido que al gobernante corresponde un papel social de chivo expiatorio.

Esta necesidad sacrificial no debería, sin embargo, dejar de lado el tema complejo de la relación entre el técnico y el político. El político está, a menudo, a merced de lo que digan los técnicos. Y algunos expertos dicen que una cierta politización de la gestión de la obra pública ha acabado revirtiendo contra los propios políticos.

No acaban aquí las enseñanzas de interés general del caso del Carmel. El talón de Aquiles de las grandes ciudades, después de 25 años de democracia, está en el parque de viviendas en los barrios populares. Las ciudades, unas más que otras, han cambiado su aspecto durante estos años. La propia Barcelona ha sido vista como modelo de transformación. Pero el desarrollismo de los sesenta dejó una tramposa herencia que, en parte, pasó inadvertida en la modernización de las ciudades españolas: un parque de viviendas con clara fecha de caducidad. Y los distintos gobernantes democráticos no han sabido o no han querido verlo. Ahora salen las facturas.

El caso del Carmel ha tenido un enorme impacto mediático. La perdida de la casa propia es una herida irreparable en la memoria de las personas. Y este elemento simbólico ha pesado mucho. Pero no se puede pasar de la ciudad autocomplaciente y confiada a la ciudad paranoica. Sería un coste social y económico enorme para cualquier ciudad que cayera en esta trampa. La seguridad absoluta no existe. Las ciudades no pueden pararse. Para reestablecer la confianza, sería muy útil que las relaciones entre los príncipes y los constructores se clarificaran para siempre.

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