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Columna
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Por fogones

Han pasado por Madrid unos cocineros vascos, emplazados por la Audiencia Nacional bajo la imputación de haber satisfecho el llamado impuesto revolucionario. El caso, considerado globalmente, nos lleva a la evidencia de que no se ha acabado con esa hidra ponzoñosa y que los esfuerzos de eso que enseguida se aprenden de carrerilla los ministros del Interior -"las fuerzas y cuerpos de Seguridad del Estado"- no son suficientes.

Hay que suponer que los cocineros, los magistrados, los guardias civiles, los políticos, los periodistas y la población civil que pase por allí nunca pagarían de buen grado por respetar sus vidas.

También queda en evidencia que para subsistir y mantener a sus miembros, necesitan dinero, además de adquirir armas, explosivos, lanzagranadas, ollas a presión, mechas, temporizadores y todo el arsenal que les permite intimidar a la población.

Dinero que, salvo con el tráfico de estupefacientes, donativos o subvenciones, de alguna parte ha de salir.

¿Son culpables los paganos y deben ser así considerados por las leyes en vigor? Creo que, en el caso de las personas, existe la atenuante, incluso eximente, de fuerza mayor y estado de necesidad, de necesidad de vivir.

Otra cosa sería el de importantes empresas para cuya integridad no basta la protección del Estado, ni siquiera los servicios de una seguridad privada. De ahí -según se dice- extraen los bandoleros la mayor parte de su presupuesto.

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Nunca han desdeñado el menudeo, la intimidación del pequeño comerciante, el profesional de tipo medio, con lo que han intentado armar un tejido cómplice y de mala conciencia ciudadana. Desde romperle los cristales del escaparate hasta pegarle un tiro en la nuca, el abanico de posibilidades resulta espeluznante.

Es un problema de gran complejidad cuya existencia y solución nos alcanza a todos, sin que tengan valor las propuestas que surgen en la tertulia de un bar. Pueden descartarse ejemplos foráneos, pues lo que sabemos del sanguinario Irish Republican Army irlandés (IRA) -ya desaparecido- concernía, en líneas generales, a un segmento de población que se sentía sojuzgado y marginado por otro, al que defendía con cierta tibieza la policía y el ejército central.

Aquel ambiente perduraba, porque la miseria y la humillación provocaban la violencia. Pero no se puede sostener que el siempre próspero País Vasco, con un tenor de vida sobresaliente, una industria poderosa y un producto interior bruto (PIB) destacado se vea forzado a resolver problemas por la fuerza.

Tanto es así, que ni siquiera la situación excepcional que genera ETA (Euskadi ta Askatasuna) ha sido capaz de rebajar su condición afortunada con relación a otras partes de España y de Europa.

Una sola muestra: el precio de la vivienda en la ciudad de San Sebastián es el más alto del país, desde hace muchísimo tiempo. Habrá otras carencias y se justificarán estrafalarias reivindicaciones pero, por muchas metas por alcanzar que se suponga, personal o colectivamente, nada hoy justifica el empleo de la violencia.

Quizá sea que no saben qué hacer con algunos excedentes juveniles y el terrorismo se convierta en una profesión con futuro.

El portavoz de los comparecientes pronunció unas sentidas palabras de agradecimiento a la población civil y a la prensa, y terminó asegurando que él y sus compañeros bajo sospecha son gentes trabajadoras y de bien, cosa que nadie pone en duda. Añadió que procuraban hacer felices a los demás, a lo que habría que poner algún reparo estadístico.

Supongamos que cada uno de estos magníficos chefs atiende en sus comedores a 18.000 clientes al año. Habrá 10 superfiguras, con estrellas de las que otorga la Guía Michelin, que habría hecho la felicidad de casi 200.000 clientes.

Quedamos fuera, por razones puramente crematísticas, más de 43 millones, que les aplaudimos y deseamos lo mejor.

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