_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Niños

Rosa Montero

El sábado pasado fue el Día Mundial de la Alimentación, y el domingo, el Día Mundial contra la Pobreza. Hay tantas injusticias en el mundo, tantas necesidades y tristuras, que los días del año no darían abasto para nombrarlas todas. ¿Sirven de algo estas efemérides artificiosas? Supongo que sí; en un mundo tan sobresaturado por la información, estas celebraciones son la percha útil que alienta la publicación de artículos que, de otro modo, nunca encontrarían el camino hacia el lector. Digamos que, al igual que la mentecatez del Día de San Valentín permite que El Corte Inglés se forre vendiendo cursis regalitos con corazones, estos días sociales permiten que las oenegés y fundaciones varias vendan su mensaje de denuncia, lo cual, habremos de reconocer, es mucho más útil.

El Día de la Alimentación y el de la Pobreza podrían fundirse en uno sólo, y éste en una realidad espeluznante: ahora mismo hay en el mundo 840 millones de personas que no tienen nada para comer, un número mayor que la suma de todos los habitantes de Europa, Estados Unidos y Canadá. Y entre ellos hay muchísimos niños: cada minuto fallecen 11 pequeños de desnutrición. Según un informe que acaba de publicar Unicef, al año mueren 11 millones de criaturas antes de cumplir los cinco años. Y añaden un dato aún más terrible: "Aquellos que consiguen sobrevivir sufren a menudo discapacidades físicas, psicológicas e intelectuales y carecen de la posibilidad de alcanzar su pleno potencial".

Este planeta filicida está criando una legión de niños hambrientos, raquíticos, enfermos, incultos, maltratados, explotados, heridos, olvidados. Que se convertirán en adultos rotos e irremisiblemente mutilados que no harán sino perpetuar el ciclo del horror y la pobreza. Como bien dice Unicef, la inversión en la infancia es la mejor manera de cambiar el mundo, porque esos niños de hoy son el futuro. Y lo más grande es que se puede hacer. De hecho, se está haciendo: hoy mueren la mitad de niños que hace 40 años. Pero los logros distan mucho de ser suficientes. Tenemos el dinero, tenemos los alimentos, las medicinas, los educadores, los programas necesarios para sacar a los niños de ese moridero. Entonces, ¿por qué no lo hacemos?

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_