'Hellboy' y el demonio de Maxwell
AÑO 1944, II Guerra Mundial. Corren tiempos difíciles para la Alemania nazi. Sus fuerzas buscan desesperadamente nuevos aliados para dar un vuelco definitivo a la contienda, aunque para ello deban recurrir a poderes ocultos y a ritos satánicos... Sus vanos intentos, un temerario descenso a los infiernos (en el más literal de los sentidos) abortado por agentes aliados, traen a la superficie terrestre a un pequeño demonio. Ahí es nada. Adoptado por el bondadoso Dr. Broom, Hellboy es adiestrado para combatir el mal, engrosando en un verdadero elenco de freakies, extraños compañeros de aventuras, en su cruzada por la humanidad. Junto al telépata anfibio Abe Sapien y una enigmática mujer, la pirómana Liz, harán frente a las (éstas sí) demoniacas huestes al mando del tenebroso Rasputin... Con casi seis meses de retraso, llega a las pantallas españolas Hellboy (2004), filme de superhéroes al uso dirigido por el actor Guillermo del Toro. Enésima adaptación de un musculoso personaje de cómic nacido de la pluma de Mike Mignola a mediados de la década de 1990.
Cóctel de esoterismo nazi y onomástica mefistofélica, el argumento recuerda vagamente a la spielbergiana En busca del arca perdida (Raiders of the lost ark, 1983): la lucha entre el bien y el mal, excéntricos científicos atraídos por el magnetismo nazi y una inquietante incursión a las tinieblas y la mitología... En resumen, mucha más fantasía que ciencia en esta, por otro lado entretenida, película de ficción.
La física, claro está, pocos tratos tiene con demonios. Por lo menos, con demonios reales... En el siglo XIX, en plena efervescencia por las aplicaciones de la Revolución Industrial, los científicos perseguían cuantificar el rendimiento de las máquinas térmicas. Tales esfuerzos llevaron a la formulación de las leyes físicas que gobiernan el uso -y la conservación- de la energía.
Una de las más significativas, la segunda ley de la termodinámica, establece que la entropía (o grado de desorden) de un sistema aislado siempre aumenta. Dicho de otro modo: la energía se degrada a formas menos ordenadas (y menos útiles). Se trata, como en la mayoría de conceptos que baraja la termodinámica, de una ley de carácter estadístico.
En 1871, el célebre físico escocés James Clerk Maxwell, ideó un experimento mental que, a todas luces, burlaba la Segunda Ley. Maxwell concibió la existencia de un demonio de facultades extraordinarias, dotado de la peculiar habilidad de manipular moléculas individuales de un sistema. En su experimento mental, Maxwell imaginaba un gas inmerso en un recipiente estanco, dotado de una pequeña compuerta que separaba el gas en dos mitades. Un minúsculo orificio, que podía abrirse o cerrarse a voluntad, permitía el tránsito de determinadas moléculas del gas de un extremo al otro de la caja.
Supongamos ahora que el gas (en ambos extremos de la caja) se encuentra a una determinada temperatura uniforme. Cabe aquí recordar que la temperatura es una medida estadística de la velocidad media de las moléculas que lo integran.
Maxwell imaginaba a su demonio juguetón, capaz de detectar las moléculas más rápidas del gas y con especial fijación por desplazarlas a un mismo extremo de la caja (aumentando así su temperatura en detrimento del otro extremo). De esta forma, el demonio de Maxwell conseguiría transformar un sistema de temperatura uniforme (y elevada entropía) a otro con dos subsistemas a distinta temperatura y, lo que es más importante, menor entropía, en clara violación de la Segunda Ley.
La solución al enigma la brindó el físico de origen húngaro Leo Szilard en 1929, al detectar un fallo en el razonamiento de Maxwell: la termodinámica clásica ignoraba el papel activo del observador en sus medidas (algo que no irrumpiría con fuerza hasta un siglo después, con el alborear de la mecánica cuántica). Szilard demostró que la energía necesaria para que el demonio de Maxwell seleccionara y desplazara las moléculas del gas excedería los beneficios que pudieran obtenerse explotando la diferencia de temperatura del sistema.
O lo que es lo mismo: nadie obtiene algo por nada... Szilard, erigido en verdadero exorcista del demonio de Maxwell, dio de paso al traste con la legión de máquinas de movimiento perpetuo, paradigmas de la violación de las leyes termodinámicas. Téngalo presente, querido lector, si por azar ha dado con una supuesta máquina de movimiento perpetuo. No sea que al evaluar detalladamente los costes y beneficios de su invento termine por exclamar: ¡Demonios!
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.