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Reportaje:CULTURA Y ESPECTÁCULOS

El peso histórico devora a 'El caballero de la rosa'

La chispa de la emoción no se encendió en Salzburgo. La necesidad del éxito, con televisión en directo, en un título tan simbólico como el de Richard Strauss fue contraproducente.

El estado de desconcierto que vive en la actualidad el Festival de Salzburgo se manifiesta con nitidez al abordar un título tan emblemático en la ciudad como El caballero de la rosa, de Richard Strauss. El peso de la historia se las trae. Por el podio han pasado en Salzburgo repetidas veces con esta obra directores de la talla de Clemens Krauss, Hans Knappertsbuch, Karl Böhm y Herbert von Karajan, entre otros, siempre con la Filarmónica de Viena, que tiene esta ópera casi en propiedad exclusiva.

El director ruso Semyon Bychkov se puso al frente de esta operación dejando detrás un camino tortuoso. En primer lugar, por la muerte de Giuseppe Sinopoli, destinado a dirigir un ciclo de óperas de Strauss que se quedó literalmente compuesto y sin novio. En segundo lugar, porque empezó a flotar en el ambiente, alentado por algunos medios de comunicación, la sombra de Carlos Kleiber. Nunca se llegó a concretar oficialmente y, por si acaso, el genial director, que ya sólo convivía operísticamente con El caballero..., falleció recientemente. Después llegaron los ofrecimientos a Christian Thielemann, Daniel Barenboim y otros, que, por unas u otras razones, se fueron al traste. Y, al final, Bychkov. Vaya papeleta.

¿Cómo salió del paso? Pues como pudo, que no es poco. Por decirlo en una frase: con mucha técnica y poco encanto. La melancolía infinita en el retrato del paso del tiempo, con una época que se muere y otra que nace, ni la olió. En el maravilloso trío que precede al dúo final puso la orquesta a toda máquina sepultando las voces y, en fin, consiguió que la Filarmónica de Viena sonara como un organismo perfecto de relojería, pero sin una poesía de la decadencia en la cuerda, sin voluptuosidad, sin misterio. Sus criterios dramáticos pueden valer para Electra, pongamos por caso, pero en esa amalgama de valses, pastiches mozartianos y nostalgia a raudales de la vida que se va, que es sustancialmente El caballero..., Bychkov se queda a medio camino. En general, a pesar de algunos abucheos aislados, su trabajo fue bien aceptado.

En las voces hubo de todo. Jerárquicamente hablando, se podrían poner arriba en la construcción de los personajes las de la soprano sueca Miah Persson como Sophie y, aunque en un papel secundario, la del tenor polaco Piotr Beczala. Después vendría la de Adrianne Pieczonka, como Mariscala, magnífica cantante no siempre en estilo y, a continuación, la de Angelika Kirchschlager, como Octavian, tal vez un punto justa e incluso limitada en algunos pasajes.

La puesta en escena del canadiense Robert Carsen, con la colaboración como escenógrafo de Peter Pabst, fue todo lo discutible que se quiera, pero coherente. Utiliza cinco espacios simultáneos en los actos extremos y una mesa inmensa en el segundo. La dimensión plástica horizontal es estupenda y el movimiento de grupos está muy conseguido. La variedad de perros o el caballo blanco en escena son impactantes golpes de teatro. El burdel del último acto es quizás excesivo en su proliferación de desnudos, pero tiene también su toque irónico. Y la escena final, con todas las toneladas de decorado por los aires dejando el espacio vacío para un tiempo nuevo, con únicamente los amantes jóvenes en escena y el criado árabe, borracho de champán francés, cargándose simbólicamente al ejército, es decir, al viejo orden, es, como mínimo, ingeniosa.

Una escena del montaje<i> de El caballero de la rosa</i> presentado en Salzburgo.
Una escena del montaje de El caballero de la rosa presentado en Salzburgo.

Entre ópera y ópera

Salzburgo peleó con Bilbao por el Guggenheim. Ha persistido, no obstante, en levantar un museo de arte moderno en la cercana montaña del Mönchsberg, que se inaugurará oficialmente el 23 de octubre. Este mes hay una exposición de rodaje con trabajos alrededor de la luz de 23 artistas de diferentes países. La exposición estrella para los aficionados a la ópera es la del pintor simbolista belga de fin de siglo Fernand Khnopff, amigo del novelista George Rodenbach, autor de Bruges-la-Morte, punto de partida argumental de La ciudad muerta, de Korngold. En los cuadros de Khnopff se han inspirado Willy Decker y el escenógrafo Wolfgang Gussmann para la ambientación plástica de la ópera de Korngold. Otro punto de interés es el hangar 7 del aeropuerto donde, además de una muestra de aviones de leyenda, se ha levantado un restaurante con cocineros internacionales que varían cada mes. Este agosto es el turno del berlinés Thomas Kammeier.

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