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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Sagrada igualdad

La ofensiva de los obispos españoles contra el reconocimiento legal del matrimonio entre homosexuales adoptó el pasado domingo, en Santiago de Compostela, un tono inusual y preocupante. El arzobispo Julián Barrio aprovechó la presencia, dictada por la costumbre, de las máximas autoridades del Estado para echar en cara de nuevo al Gobierno dicho proyecto de ley, reivindicar el derecho de los obispos a inmiscuirse en la vida política y denunciar el laicismo de la sociedad española, expresado bien a las claras por las más recientes encuestas de opinión.

La Iglesia española se halla en una situación de privilegio respecto a otras confesiones religiosas, principalmente en lo que se refiere a su financiación a través de los presupuestos, consecuencia de la insuficiente aportación de sus feligreses a la hora de sufragar sus necesidades a través de la declaración del IRPF. En un territorio más inmaterial, como es el de tradiciones como la ofrenda al apóstol Santiago, la Iglesia requiere un comportamiento especial de las autoridades civiles de un Estado no confesional, que no otorga un trato equivalente a otras confesiones. La deferencia de estas autoridades se ha visto correspondida en el caso del arzobispo de Santiago con una filípica fuera de lugar, impropia de un acto en el que debería primar la cortesía entre autoridades religiosas y civiles. A la Iglesia no le faltan precisamente tribunas para transmitir sus mensajes.

Esta escalada de la tensión se produce por efecto de las leyes que ha anunciado el Gobierno para hacer efectivo el principio de igualdad de los ciudadanos y no discriminación en razón de sexo, religión o lengua. La no discriminación entre confesiones religiosas, sean mayoritarias o minoritarias, es un mandato constitucional que obliga a los poderes públicos. Aunque el motivo invocado de forma expresa sea el propósito de regular el matrimonio entre homosexuales, es difícil no relacionar estas tensiones con el proyecto del Gobierno socialista de normalizar las relaciones de cooperación, en especial las de carácter económico, entre el Estado y las confesiones protestante, judía y musulmana, poniendo al día los convenios firmados en 1992 con estas tres entidades religiosas de notorio e histórico arraigo en España.

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El modelo no podrá separarse, en sus grandes rasgos, del seguido en las relaciones con la Iglesia católica. Pero no sería admisible que esa igualdad de trato se equiparara con los privilegios de que todavía goza la Iglesia católica, sobre todo aquellos que tienen difícil encaje en un Estado aconfesional.

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