_
_
_
_
_
ANÁLISIS
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El trienio negro

LA ELECCIÓN por sus pares de María Emilia Casas como presidenta del Tribunal Constitucional (TC) sacó a la superficie las contradicciones internas dentro del bloque de magistrados que habían venido sintonizando, en líneas generales, con los planteamientos del PP. Favorito en casi todos los pronósticos, Vicente Conde -procedente de la carrera judicial- fue dejado en la estacada por colegas que no le perdonaron su voto a favor del auto del TC que rechazó la impugnación del Gobierno contra la tramitación parlamentaria -como reforma del Estatuto- del plan Ibarretxe.

La prestigiosa catedrática de Derecho del Trabajo -es la primera mujer que accede a la presidencia del TC- sucede en el cargo a Manuel Jiménez de Parga, cuyo deseo de ser llamado jurista de Estado cuadra más con un régimen autoritario que con un sistema democrático. Durante los últimos años, las presiones del Gobierno del PP para doblegar la independencia del "intérprete supremo de la Constitución" encontraron complicidades secretas dentro de la institución. Si las irresponsables críticas del anterior presidente del TC a la distinción entre nacionalidades y regiones establecida por el artículo 2 de la Constitución o sus pintorescas digresiones en torno a la higiene de los ancestros de los andaluces, catalanes y vascos contemporáneos fueron simples frivolidades, sus pronunciamientos sobre litigios bajo jurisdicción constitucional -como la ilegalización de Batasuna- justificaban sobradamente su fulminante recusación.

Las instituciones del Estado de derecho han sufrido serios estragos durante el Gobierno de Aznar gracias a la ayuda del fiscal general y de los presidentes del Constitucional y del Supremo

Pero la elección, el 12 de noviembre de 2001, de Manuel Jiménez de Parga como presidente del TC no fue el único factor desencadenante del trienio negro que ha dejado como estela una pesada herencia a las instituciones del Estado de derecho. De forma casualmente sincronizada, Francisco José Hernando había sido designado cinco días antes presidente del Supremo (TS) y del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Jesús Cardenal -que sustituyó a mediados de 1997 a Ortiz Úrculo como fiscal general del Estado- desempeñó el papel anticipatorio de un Juan Bautista: sirvan de ejemplo su obstruccionismo sistemático a la Fiscalía Anticorrupción y su entusiasta respaldo a Eduardo Fungairiño -fiscal de la Audiencia Nacional- en la tarea exculpatoria de los militares golpistas en el Chile en 1973 y la Argentina de 1976. Correspondería después a José María Michavilla -ministro de Justicia desde julio de 2002- realizar las tareas legionarias del Ángel Exterminador.

Tras la elección de María Emilia Casas como presidenta del TC, la designación de Cándido Conde Pumpido como Fiscal General y el nombramiento de Juan Fernando Aguilar como ministro de Justicia, sólo queda en el escenario el presidente del TS y del CGPJ. Los estropicios causados por el cuarteto han sido cuantiosos y de reparación difícil. El Pacto de Estado para la Reforma de la Justicia firmado en mayo de 2000 entre el PP y el PSOE fue utilizado deslealmente por el Gobierno -que abusó maliciosamente de la ingenuidad socialista- como falsa coartada para sus desmanes. Así, la modificación del Estatuto Fiscal de mayo de 2003 fue aprovechada por el ministro de Justicia y el Fiscal General para llevar a cabo una sectaria limpieza ideólogica del ministerio público de la que fueron víctimas Carlos Jiménez Villarejo y Fernández Bermejo.

La atolondrada, electoralista y encarnizada reforma masiva del Código Penal emprendida por Gobierno de Aznar al final de su mandato creó inseguridad jurídica y hurtó al Congreso -cuando el Senado convirtió por sorpresa en tipo delictivo los referendos ilegales- el debate sobre la modficación de una ley orgánica. Finalmente, Hernando contribuyó de manera decisiva -como presidente del TS y del CGPJ- a cumplimentar la orden gubernamental para que Clemente Auger, antiguo presidente de la Audiencia Nacional, fuese despojado de su legítimo derecho a incorporarse como magistrado del Supremo a la Sala de lo Penal.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_