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Reportaje:LECTURA

Las memorias de Alfonso Guerra hasta 1982

Finalizado el proceso constituyente, los socialista1s considerábamos imprescindible la convocatoria de nuevas elecciones legislativas, pero desde el punto de vista de la igualdad ante un proceso electoral creíamos más conveniente que se celebrasen elecciones municipales, para que no pudiesen utilizarse las instituciones en favor de una de las opciones electorales, UCD, claro. Esta contradicción de deseos la rompía Adolfo Suárez convocando elecciones legislativas para marzo de 1979 y municipales un mes más tarde, en abril.

Responsable de nuevo de la campaña electoral, concebí un proyecto que fuese útil, sobre todo, para convencer al electorado de que aquellos jóvenes outsiders del sistema del poder que presentaron sus credenciales en junio de 1977 estaban preparados para asumir la responsabilidad de gobierno. Entendíamos que el triunfo electoral del PSOE no era posible -y tal vez tampoco deseable por prematuro-, pero que se podía aprovechar una nueva presentación pública para fraguar en la conciencia colectiva que existía un partido, nuevo para muchos, pero viejo para los que vivieron la República, que estaba preparado para el relevo.

Cuando las tropas de Franco tomaron Madrid, un jardinero ugetista planeó con un delineante socialista acercarse al Retiro de madrugada para enterrar el busto
Siempre se ha mantenido, para mí, la incógnita de por qué el público que me escucha en los mítines refrenda con tanta satisfacción mi estilo, mis palabras, mis gestos
Si en las elecciones parlamentarias de 1977 simbólicamente hicimos una campaña amante, en 1979 ofrecimos una campaña marido para convencer al electorado de nuestra seriedad

Así que la campaña gráfica dio un vuelco total. De los grandes carteles alegres, llenos de color, con el líder en camisas deportivas, pasamos a un diseño en blanco y negro, con Felipe González de traje y corbata, y unos lemas que proporcionasen seguridad y solidez.

Si en las elecciones de 1977 simbólicamente hicimos una campaña amante, entonces ofrecimos una campaña marido. En las primeras incitábamos al electorado a la transgresión de las normas del poder derivado de la dictadura; en las segundas queríamos convencer a los electores de que los jóvenes demócratas podían garantizar estabilidad, orden y administración en la gobernación del país. Posiblemente la campaña fue más eficaz de lo que calculamos, pues mucha gente, dentro y fuera del Partido Socialista, creyó que ganaríamos aquellas elecciones. Entre ellos debió de estar el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, pues en el programa electoral en televisión, en el último día de campaña, empleó toda la vieja artillería franquista contra el PSOE.

Debió de pensar que tenía perdidas las elecciones y recurrió al apocalipsis rojo; con un dramatismo de viejo cuño despertó el recuerdo de los pasados anatemas autoritarios. Era el freno a las "hordas marxistas". Su diatriba fue eficaz, y tuvo como complemento la campaña del Partido Comunista acusando al PSOE, desde otro ángulo, como poco democrático por haber acordado con Suárez la no integración en el sistema democrático de los comunistas (calumnia repetida ya). Fue la primera vez que funcionó "la pinza" entre la derecha y la izquierda comunista.

Aquella intervención en televisión de Adolfo Suárez hizo cambiar mi concepto de él. Hasta entonces me había parecido un hombre honesto y desclasado, que había emergido políticamente en la estructura de la dictadura, pero que se había batido el cobre por cambiar las cosas en la orientación más democrática que pudiera en cada momento. Su sucia maniobra ante las elecciones, anunciando todos los males para España si ganaban los socialistas, me lo mostró grosero, marrullero, no de fiar. Sin renunciar a mis sentimientos de entonces, debo añadir que más tarde hube de nuevo de rectificar, pues a la gran operación política de la Transición hay que añadir una actitud digna, prudente y respetuosa tras su apartamiento del poder y de la vida política posteriormente.

Los resultados electorales no fueron malos para el PSOE, pero muchos los vivieron como un fracaso, pues habían llegado a creer en el triunfo. En la noche electoral, en la sede del Partido, los militantes se sentían derrotados, desconsolados. Allí me entrevistaron algunos periodistas; intenté animar a nuestros seguidores, pues adivinaba que no estarían mejor que los militantes que contemplaba mientras hablaba. Les dije que el resultado no era un fracaso; que tal vez ni el electorado ni el partido habían aún madurado un triunfo socialista; que en poco tiempo el mismo electorado cambiaría su posición y daría la victoria a los socialistas.

Inesperadamente, durante muchos días, los periódicos me atacaron de forma inmisericorde por mi carácter antidemocrático, pues deducían que no aceptaba el veredicto de las urnas. Fue un ejemplo claro de la deformación de los hechos a la que se puede llegar en la información periodística. Es posible que la razón esté en un cúmulo de factores: inmediatez de la redacción, incompetencia, búsqueda de noticias fuertes, y, en algunos casos, deliberada intención. Experiencias como ésta había de soportarlas de forma reiterada en el futuro.

Investidura sin debate

Aprobada la Constitución, era inevitable proceder, según las normas establecidas en ella para el nombramiento del presidente del Gobierno, al acto de investidura, con un debate en el que el candidato a presidir el Gobierno presenta su programa y se somete al juicio y votación de la Cámara. Adolfo Suárez se negó. Se encerró en una actitud incomprensible: no quería someterse al debate de investidura. En su partido no se entendía su postura, pero nadie se atrevía a contradecirle abiertamente.

Mi opinión es que en aquel dislate Suárez se jugó su continuidad en la política y arrastró con él a Landelino Lavilla, presidente del Congreso de los Diputados, ecuánime cumplidor de las razones jurídicas, incluso por encima de las políticas.

Su reverente afición a los procedimientos no le permitía una violación tan flagrante de la norma, lo que forzaba su conciencia, ante el anhelo de cumplir la ley y el espíritu de lealtad a Suárez y lo que éste significaba en el tránsito de la dictadura a la democracia, en el que él le había acompañado fielmente.

En abril se celebraron las elecciones municipales. El comienzo de la campaña electoral me deparó un regalo que esperaba desde mucho antes. En los jardines de Cecilio Rodríguez, del parque del Retiro, encontramos el busto de Pablo Iglesias perteneciente al monumento que la ciudad de Madrid le había erigido en 1936. La historia condensa los más bellos rasgos de la nobleza humana, junto a manifestaciones de barbarie.

La familia de Gabriel Pradal, diputado socialista en la Segunda República, en el exilio desde el fin de la guerra, me hizo llegar a través de Máximo Rodríguez un sobre que contenía un plano sencillo, pulcro, a tinta de colores, de un jardín. En él se acotaba con precisión un punto sobre el que parecía ser el motivo principal del dibujo. En ese lugar, me decía, estaba enterrado el busto de Pablo Iglesias. Yo sabía que el monumento levantado en el parque del Oeste se componía de un conjunto escultórico representando a un grupo de trabajadores y un importante busto de Pablo Iglesias, ambos esculpidos por Emiliano Barral, y unas pinturas de Quintanilla. Conocía también que cuando las tropas del general Franco tomaron Madrid en 1939 habían hecho saltar el monumento mediante explosivos. Creía, pues, que todo el conjunto escultórico había desaparecido. Comencé a investigar y supe que tras la destrucción habían acarreado los materiales hasta el parque del Retiro para ser utilizados en la construcción del murete que separa el parque de la calle de Menéndez Pelayo. Sin embargo, la cabeza de Pablo Iglesias había quedado intacta, aunque ya en el Retiro un falangista, apodado El Navajero, le había propinado un golpe con un mazo de albañil, destrozando una parte de la nariz de la escultura.

Sabiendo que el busto había de ser destruido por completo, un jardinero ugetista planeó con un delineante socialista acercarse al Retiro de madrugada y aprovechar la oscuridad de la noche para enterrar el busto. Así lo hicieron. Tomaron picos y palas y en la soledad nocturna cavaron un profundo hoyo donde depositar para un incierto futuro el busto de Iglesias. Mientras trabajaban podían oír el paso de los automóviles llenos de falangistas que entonando sus canciones belicistas y profiriendo sus gritos fascistas recorrían la ciudad buscando rojos escondidos para darles el paseo.

Los jóvenes cavadores siguieron su trabajo -imagino que con una turbación creciente por el riesgo evidente que corrían- y cuando terminaron tuvieron aún aplomo para tomar las medidas exactas del punto donde habían enterrado el busto. Más tarde, con esos datos hicieron un plano, que vivió todas las épicas aventuras de los exiliados. El plano fue conservado por Pradal y su familia durante años en las más precarias situaciones. Es un hecho más que añadir a la heroica fidelidad a sus ideas de los exiliados republicanos españoles.

Muchos años después tomaron la decisión de facilitarme el plano y el secreto, lo que me honró. Durante años guardé el plano a la espera de una situación política que permitiera intentar el descubrimiento de la escultura.

Paseo por los jardines

De tiempo en tiempo me gustaba repasar el plano y marcharme con los datos en la cabeza a pasear por los jardines de Cecilio Rodríguez, esperando encontrar algún signo en el terrero que me confirmara la veracidad de la información. Pero nunca hallé el menor indicio que hablara en pro de la historia contada y cuya realización me ilusionaba.

A partir de 1977 la democracia se instala en España, en cuanto a las libertades y derechos, pero aún los municipios se mantenían en una zona oscura, con alcaldes y concejales nombrados, no elegidos democráticamente. No me atreví a solicitar la autorización preceptiva para penetrar en los jardines con una pala excavadora para sondear el lugar marcado en el plano. Cuando se convocaron las elecciones municipales, el alcalde de Madrid, José Luis Álvarez, dimitió por el carácter de inelegible de los alcaldes. Ocupó de forma accidental la alcaldía el concejal Huete, no especialmente significado en cuanto a su ideario. Creí llegado el momento. Él nos facilitó la tarea, dando las instrucciones precisas para que pudiéramos intentar nuestro sueño. Convocamos en los jardines a un maquinista con su pala excavadora y acudimos pocas personas: Máximo Rodríguez; Guillermo Galeote; Pepe Noja, escultor, y un fotógrafo para dejar constancia del hallazgo, si éste se producía. Fue el 7 de marzo de 1979, un día antes del comienzo de la campaña electoral municipal.

Después de varios intentos, cuando nuestra voluntad empezaba a declinar, resignando nuestro sueño ante lo que podía ser una leyenda más de la guerra, la pala chocó con algo duro. La detuvimos y empezamos a excavar con palas y pico. ¡Allí estaba el busto de Pablo Iglesias! Cuarenta años después de que dos hombres abnegados, valientes, lo salvaran para la posteridad. Era como un símbolo del renacimiento del partido, justamente cuando se cumplían 100 años de la fundación del PSOE por Pablo Iglesias.

Una vez conocido el hallazgo, acudieron algunos dirigentes del partido; no querían quedar fuera de la imagen histórica y posaron largamente para la posteridad.

Para mí fue un momento cargado de emoción; era la conexión perfecta entre la acción de aquellos socialistas que arriesgaron su vida para salvar una escultura, tanto por su valor no sólo artístico sino moral, histórico, sentimental, y la que perteneciendo a otra generación encontrábamos en los valores que aquel busto simbolizaba las motivaciones personales y políticas para comprometernos en la tarea de la modernización de España y su aproximación a las pautas democráticas de los países europeos.

Enseguida, en la dirección del partido aparecieron voces que pedían una restauración del busto, estropeado por la acción de un falangista. Me opuse con determinación. El destrozo producido en el rostro formaba parte de la historia reciente de España y sería reescribirla dulcificándola si acometíamos su reparación. Así quedó el busto, que se instaló en la nueva sede del PSOE en la calle de Ferraz, en 1982.

Siempre se ha mantenido para mí la incógnita de por qué el público que me escucha en los mítines refrenda con tanta satisfacción mi estilo, mis palabras, mis gestos. El más extraordinario ejemplo de cómo pueden reaccionar las grandes concentraciones de personas para escuchar un discurso, un mensaje, lo viví en Sevilla, con ocasión del acto final de una concentración de jóvenes trabajadores de todo el mundo en el mes de agosto. Estaba organizado por la Confederación Internacional de Sindicatos. Construyeron un gran campamento a las afueras de Sevilla, en pleno verano, para albergar a varios miles de jóvenes procedentes de todos los confines de la tierra. Más allá de los diálogos y mesas redondas, la noticia diaria era el número de jóvenes con lipotimia y sobreexcitación por el fortísimo calor. Para terminar con los actos de la concentración habían programado un gran acto político en el centro de Sevilla, en la plaza de San Francisco, para el que habían invitado a intervenir a tres oradores: un importante dirigente sindical de la India, el canciller austriaco Bruno Kreisky y a mí.

El acto comenzó de noche, con una plaza rebosante de jóvenes de razas, colores y lenguas muy variados, que siguieron con relativa atención los discursos de los oradores. Cuando comencé a hablar, la alegría, el entusiasmo se desbordó; los jóvenes no paraban de gritar, aplaudir, bullir con mis palabras. No había muchos jóvenes que conocieran la lengua castellana. ¿Qué ocurría, pues, para que funcionara una especie de magnetismo durante mi discurso? La única explicación que me di fue que la reacción de los españoles contagiara por simpatía al resto, pero fue un espectáculo emocionante para mí; tenía allí delante a miles de jóvenes de todas las culturas, de todas las lenguas, apoyando mis palabras con un alborozo que llenaba el alma de felicidad.

Terminado el mitin, acudí a una cena que los organizadores habían dispuesto en la Casa de Pilatos, en el palacio de la duquesa de Medinaceli, que soportó mal una broma que le hice cuando nos recibió. Ironizó ella ante mi presencia en una casa tan aristocrática. Le contesté con una chanza que demudó su rostro: "Vengo para tomar nota para la expropiación cuando lleguemos al Gobierno".

Durante la cena, la vicepresidenta de la Diputación -la cena era cortesía de esta institución-, Amparo Rubiales, perteneciente entonces al Partido Comunista, se expresaba sobre los asuntos que centraban nuestra conversación en términos acordes con su militancia política.

Bruno Kreisky me susurró al oído: "Estoy consternado. Nunca me había encontrado con una aristócrata tan roja". "No, ella no es la duquesa; es una dirigente comunista". Su sonrisa era una mezcla de pudor por el error y de tranquilidad porque las cosas volvieran a su cauce.

Mitterrand

Ya había vivido yo, unos años antes, creo que fue en 1973, una experiencia similar, aunque diferente. Participaba en París en el Congreso del Socialismo del Sur de Europa. Tras una de las sesiones nos desplazamos a almorzar a un restaurante dedicado aquel día a atender sólo a los congresistas. La mesa central, donde se sentaban los principales líderes europeos, y por deferencia hacia los socialistas españoles también yo, estaba presidida por François Mitterrand. En los inicios de la comida se acercó Pierre Guidoni, un gran compañero que sería años después embajador en Madrid; le comunicó a Mitterrand que una joven española perteneciente a la aristocracia estaba en la puerta y quería saludar a los presentes. Se trataba de María Teresa de Borbón-Parma. Me preguntó Mitterrand quién era. Le aclaré que era hermana de Carlos Hugo de Borbón, un pretendiente a la corona española desde las posiciones más tradicionales y conservadoras. Mitterrand, abriendo mucho los ojos, me replicó: "Pero es una princesa. No podemos hacerle un desaire. Que pase". Y la sentó a nuestra mesa. En aquella época, para mí resultaba incómodo compartir mesa, hablando de política, con una hermana de Carlos Hugo, aunque después las cosas hayan evolucionado de tal forma que merezcan una benevolencia imposible en aquellas fechas.

El interés de la historia estriba en la seducción que para la mayoría de los dirigentes políticos tiene todo rito o personalidad que proceda de los antiguos poderes de la monarquía. Es como si el reconocimiento de la importancia del viejo absolutismo monárquico añadiera un plus de autoridad o de legitimidad a la autoridad democrática. (...)

Carmen García, Máximo Rodríguez, Javier Solana, Guerra y Enrique Múgica, con el busto de Iglesias en el Retiro.
Carmen García, Máximo Rodríguez, Javier Solana, Guerra y Enrique Múgica, con el busto de Iglesias en el Retiro.MARISA FLÓREZ

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