Cachorro
LO QUE HAN DE VER vuestros ojos", decía mi suegro cuando llamábamos desde el extranjero, con una mezcla de asombro y de miedo porque temía que el mundo, más allá de sus tres puntos cardinales, Úbeda, El Puerto de Santa María y Madrid, nos comiera y nos hiciera desaparecer. Yo siempre quise tener un suegro. La gente de la Cultura suele echar pestes de la familia política, pero yo, precisamente por saber lo que es estar sola, quería tener un suegro, y una suegra también. Quise tener esos suegros que te brindan su casa como si fuera la tuya, te cocinan, te ríen las gracias y te cosen los bajos de los pantalones. Quise tener un suegro como el mío, bromista, andarín infatigable. Un suegro con el que ir a los toros, sólo por ver su cara de felicidad, por verlo entrar en la plaza con su almohadilla, de mi brazo, sentados en el palco del Canal Plus el pasado San Isidro, tomando jamón y whisky, como los flamencos. Mi suegro le explicaba a Sánchez Dragó, que también estaba, lo malos que son los toros hoy en día. Y Sánchez Dragó contaba cosas de Etiopía, país al que yo me iba a ir y del que él acababa de llegar, y en el que casi había muerto por la mordedura de un perro. Mi suegro me decía muy serio: "Nena, tú no te vas a ese sitio de ninguna de las maneras". Mi suegro siempre tenía miedo a que su mundo se rompiera. Aunque estaba jubilado seguía yendo bien temprano a la Plaza (el Mercado). No podía vivir sin esa Plaza en donde tantos años había despachado hortalizas de su huerto, soltando requiebros a las clientas jaquetonas. Lo recuerdo porque es justo, porque fue el mejor personaje de estos artículos en los que intento transmitir la alegría de vivir, a pesar de que a veces nos lo ponga difícil esa "mala gente que camina y va apestando la tierra", como decía Machado, y que tanto nos ha hecho sufrir esta semana. A veces he pensado en dejar de hacerlos porque escribir humor en este país áspero es difícil. Siempre hay gente que se te enfada y te atribuye una mala baba que tú no tienes. Pero hay dos o tres personas por las que sigo, una de ellas, ese suegro al que tantas veces nombraba. Entre sus cosas personales he encontrado recortada una primera plana de EL PAÍS de agosto que sacó este extravagante titular: Elvira Lindo habla con su suegro de la muerte de la novela. En la crónica aparecía mi suegro llamándome muy preocupado por las declaraciones de Eduardo Mendoza. A Antonio Martínez, mi querido compañero de página, siempre le ha parecido un hito periodístico. Mi suegro nunca se enfadaba, era muy chistoso. Me decía: "Ay, Manolito, a tó le sacas punta". Estaba tan acostumbrado a verse como personaje en EL PAÍS que el día que oyó que se estrenaba la película Cachorro (en la que yo aparecía) pensó si tenía alguna relación con él, porque él era Cachorro de mote; se decía que un abuelo suyo había criado un cachorro de lobo. "Ya no soy Cachorro, ya soy perro viejo", decía. Qué va, era un hombre recio que recorrió España en los autocares del Imserso con más abuelos ubetenses. Paco fue el niño pobre que tuvo que dejar la escuela que se pagaba con "la perra gorda" porque llegó la guerra y lo jodió todo. Paco fue ese hombre de pelo blanco, achispado y danzarín, que hay en todas las bodas, bailando pasodobles con la camisa blanca desabrochada. Paco, oyendo la radio entre las olivas, siguiendo todas nuestras intervenciones. "Yo nunca he oído hablar tanto rato seguido a mi hijo", dijo después de escucharle en una conferencia. Paco viendo todas las mañanas Saber vivir y siguiendo sus consejos, hasta una tabla de gimnasia que hacía en el patio encalado. Paco y el cupón de los ciegos: "Nena, me han tocado cinco millones, no sé si de euros o de pesetas". De pesetas, Paco, de pesetas. Paco, que vivió tantos años en este campo jiennense, amedrentado como todos los pobres por el miedo que provocaba la dictadura, sacó del corazón su voto socialista cuando llegó la democracia. Pero el miedo seguía. "Vosotros no escribáis de eso", decía. "Eso" era el terrorismo. Él venía de la época en que era mejor no significarse. Él, como toda la gente buena, no entendía que alguien pudiera matar por defender una tierra, y eso que él quería la suya más que nadie. Un día antes de su muerte me llamó para recordarme lo del palco del Canal Plus para San Isidro, y le dije: vale, y te llevaré a la tele (a ver a Ana Rosa Quintana) y al teatro. Me acordaré siempre de cómo aplaudía a Lina Morgan en La Latina. Natural, la alegría de los pobres eran las compañías ambulantes de revista. Yo le cogía su cabeza de pelo blanco precioso y le daba un beso. Cuánto se alegra uno de haber dado cariño tan francamente. Cientos de personas del campo, del Mercado, nos dieron el pésame dándonos la mano; esas manos rudas y ásperas, como de madera, que no miden la fuerza y te hacen crujir los huesos. Y a los dos días de su muerte inesperada van unos asesinos y matan salvajemente en ese Madrid que él quería tanto. "Lo que han de ver vuestros ojos", decía. A veces los ojos sirven para ver cosas espantosas. Aunque la muerte de mi mejor personaje me llena de dolor, me alegro de que mi suegro, que padeció la guerra, no haya visto esta masacre. Ahora descansa bajo la tierra que le vio nacer, aunque a veces decía: "Que me quemen, nena, y que echen las cenizas en la bahía de Cádiz, en el Vapor". Hasta en eso se veía cómo era su corazón sentimental y guasón. Qué pena más grande.
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