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Columna
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El fantasma de Hans Castorp

Rafael Argullol

El joven ingeniero de Hamburgo Hans Castorp se propuso visitar durante tres semanas a su primo Joachim, internado en el Sanatorio Internacional Berghof, una institución mitad balneario, mitad hospital, dedicada al tratamiento y reposo de tuberculosos ricos: se quedó siete años en el sanatorio, localizado en Davos, Suiza. Durante ese tiempo, la montaña mágica fue tejiendo a su alrededor una telaraña invencible. Como en la película de Buñuel El ángel exterminador, en la que los invitados a la fiesta son incapaces de abandonar la mansión sin que nadie se lo impida, en la novela de Thomas Mann tampoco el protagonista es capaz de romper el muro que, sin justificación, cree que se ha construido a su alrededor. Permanece como hechizado.

En las reuniones del Foro de Davos, como esencia concentrada, se percibe el aroma que domina nuestro mundo

A través de esta inesperada experiencia Castorp se sumerge en un mundo completamente distinto al que estaba habituado, un microcosmos con sus propias leyes, con sus ocultas pasiones, con sus soterradas ideologías, en el que a menudo aparecen reflejadas en el espejo imágenes invertidas: la muerte presentada como vida; la enfermedad, como salud; la inmediatez, como eternidad. Impregnándose lentamente de estas imágenes Castorp acaba por perder la noción de lo que era su vida antes de llegar a la montaña mágica y asume, en consecuencia, que lo que ocurre en el sanatorio es la única y verdadera vida. Está hechizado y no lo sabe. Precisamente porque en esto -no saberlo- radica la auténtica trampa del hechizo.

No puedo dejar de pensar en el fantasma de Hans Castorp recorriendo el paisaje en el que se enclaustró siete años cada vez que se repiten las andanzas de los participantes en el Foro de Davos. Hay una cierta y sutil continuidad en la atmósfera. Thomas Mann fue un maestro en la disección del embrujo y, sin embargo, su novela de título bien explícito, La montaña mágica, apenas resiste la competencia de las páginas de los periódicos que informan del Foro a la hora de analizar hasta qué punto los hombres están dispuestos a alcanzar las más altas cotas de encantamiento. En Davos, como esencia concentrada, se percibe el aroma que domina nuestro mundo.

El espíritu de Davos. El ritual se repite periódicamente con la confianza puesta en el férreo vínculo que une a brujos y embrujados. El espectáculo es a veces obsceno y a veces fascinante, pero de lo que no hay duda es de que, con el paso de los años, se ha ido convirtiendo en la crónica más segura para detectar los mecanismos de nuestra propia andadura por el hechizo colectivo. Ni Kafka ni Beckett escribiendo a cuatro manos hubieran podido concebir jamás el circo que se organiza en Davos, con el ingrediente añadido de que los delirios que allí se exponen, en un alarde de franqueza poco habitual entre los poderosos, tienen el crédito suficiente como para ser propagados generosamente, y como ideas serias, por los medios de comunicación de todo el mundo. El manicomio de Davos es la saludable realidad que todos aceptamos del mismo modo que Hans Castorp aceptó que aquel sanatorio suizo era el único escenario posible.

Cada reunión de esa gran Olimpiada del narcisismo, como calificó con orgullo al Foro el organizador de uno de los debates (debería haber matizado: narcisismo depredador), ofrece abundantes tipologías para ilustrar la montaña mágica planetaria en la que, tan hechizados como Castorp, nos hallamos instalados. Pero algunas muestran rozan la maravilla, verdaderas joyas de una demencia que davosianamente ha dejado de considerarse demente.

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En uno de los seminarios, el presidente de una gran empresa se refirió a la "magnífica sinergia de P. R. y H. R.", de otra gran empresa, y a las habilidades de su presidente: P. R. significaba 'relaciones públicas', H. R., 'recursos humanos'; la gran empresa aludida era Al Qaeda y el habilidoso presidente, Osama Bin Laden. Para el lector poco avezado, la palabra más nítida en el laberinto del siglos y alusiones era sinergia, posiblemente incomprensible para el propio formulador de la sentencia, pero en cualquier caso magnífica. El lector más experto comprendía que Bin Laden era admirado precisamente por todo aquello por lo que oficialmente se le detestaba: su invisibilidad, su impunidad, su poder para organizar una trama ilimitada. Quizá después de todo, no era una comparación demasiado extravagante puesto que, bien mirado, ¿no son esos los atributos a los que aspira toda buena empresa dedicada a extraer el máximo beneficio del menor coste?

La otra joya era una sesión del Foro titulada Me, Inc. en la que se proponía exactamente eso: organizar el Yo como una sociedad anónima. Aunque también esta explicación era en apariencia críptica, uno, si se esforzaba, podía deducir que en adelante gestionaríamos la vida como "una cartera de valores". De acuerdo con esta perspectiva, Yo, S.A. sería el héroe del siglo XXI.

Lo más extraño de todas estas propuestas del Foro Económico Mundial es que nadie se extraña de sus contenidos. Ninguno de sus enunciadores es detenido por apología del delito ni, tampoco, juzgado con dureza por los medios de comunicación o por eso que irónicamente llamamos opinión pública y que también podríamos llamar Opinión Pública S. A. Incluso parece que, como buenos ciudadanos de nuestra montaña mágica, debamos alegrarnos por esos delirios incomprensibles, del mismo modo en que nos sentimos obligados a alegrarnos, obviamente por el bien de la sociedad, cuando el presidente de un gran banco nos reconforta con los casi increíbles beneficios de su entidad.

Como Hans Castorp, estamos encantados por el espíritu de Davos.

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