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Tolerancia y religión

El término tolerancia, como su gemelo laicidad, está uncido al de religión o, más exactamente, se ha hecho valer en la historia moderna contra la religión. El Ensayo sobre la tolerancia de Lock es una defensa de la libertad religiosa, y el Tratado sobre el tolerancia de Voltaire, un alegato contra el fanatismo religioso de unos jueces que condenaron a muerte al hugonote Jean Calas, falsamente acusado de asesinar a su hijo porque quería convertirse al catolicismo.

Ninguna obra es, sin embargo, comparable al Natán el sabio, de Lessing. Los protagonistas son el musulmán Saladino, el Templario cristiano y el judío Natán. Saladino, sultán de Jerusalén, quiere acabar la historia de violencia entre las tres religiones y se da cuenta de que para conseguir la paz tiene que aclarar previamente una cuestión teológica: ¿cómo cada una de las tres religiones monoteístas pretende tener la verdad en exclusiva? Saladino entiende que tanto él como el Templario tienen la religión de sus mayores (mucho más no se puede exigir del político y del militar que ellos son), pero Natán, si es un sabio, tendrá alguna razón para creer que su religión es la verdadera. Y si la razón es buena, la podrían entender los demás. De ahí la súplica del musulmán al judío: "Hazme saber las razones de tu elección".

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Natán responde con un célebre relato, la parábola de los tres anillos, que circulaba entre los judíos medievales españoles. En esa historia están guardadas las dos grandes razones de la tolerancia moderna: que todos somos hombre antes que judío, musulmán o cristiano, y que nadie posee la verdad en exclusiva. Propio del hombre es, en efecto, buscar la verdad, no poseerla, y no hay más criterio para conocer la verdad en los asuntos relativos a la moral y a la política que el reconocimiento que nos concedan los demás.

Natán se convirtió en el prototipo del hombre moderno, es decir, del hombre ilustrado, abierto a la fraternidad universal. Fue santo y seña para muchas generaciones europeas hasta que murió a manos del nacionalismo en el fuego de la Primera Guerra Mundial. Pensadores como Fichte entendían que el internacionalismo de Natán y sus seguidores significaba una amenaza al patriotismo, la virtud mayor de los nuevos tiempos. Uno de los libros más buscados por los nazis en la Noche de los Cristales Rotos fue precisamente Natán el sabio.

El fracaso de Natán obligó a revisar el fundamento de la tolerancia moderna. El nido de la intolerancia no era tanto la religión cuanto el nacionalismo, cuyo furor antiilustrado y antihumanista obligaba a buscar nuevas bases para la convivencia. En vez de proclamar que primero pertenecemos a algo tan abstracto como la humanidad y luego somos miembros de un pueblo o integrantes de una determinada tradición, algunas mentes previsoras empezaron a pensar que "todos tenemos una casa", es decir, todos nacemos con una historia, una lengua, una tradición, pero que al mismo tiempo "todos somos más que la casa", es decir, cabe una convivencia desde el reconocimiento de la diferencia.

Pero antes de buscar otros modelos de tolerancia conviene detenerse en este Natán que aún tiene algo que decir. Y lo que de verdad sorprende en esta genial obra dramática es que el prototipo de hombre moderno y tolerante sea un judío. ¿Por qué Natán es judío? Lo normal es que hubiera sido un cristiano, porque si hay algo de lo que estamos convencidos en Occidente es que eso que llamamos modernidad es una secularización del cristianismo. El sociólogo Max Weber afinaba más y hacía del protestantismo -no del catolicismo, ni del judaísmo- la matriz del capitalismo y de la racionalidad moderna. Y el gran filósofo Hegel proclamaba a los cuatro vientos que "el espíritu universal", que es algo así como la punta de lanza del desarrollo de la humanidad, era "cristiano y germánico". Y no hay necesidad de abrir libros para cerciorarse del trasfondo cristiano de nuestro mundo, basta mirar el calendario (el día de descanso no es el viernes, ni el sábado, sino el domingo) o entrar en un museo o en un templo para entender la relación entre estética y religión.

Ahora bien, si resulta que la modernidad es secularización del cristianismo, entonces el judío o musulmán que quiera ser moderno tendrá que pagar un precio en desenraizamiento que no paga el cristiano, es decir, tendrá que asimilarse culturalmente e integrarse socialmente en ese mundo poscristiano. La famosa "cuestión judía", que tan graves consecuencias acarreó en los dos últimos siglos, tenía como tela de fondo, según nos cuenta Carlos Marx y Bruno Bauer en sus escritos sobre el particular, el convencimiento de ambos de que el judío que quisiera disfrutar los derechos políticos, como cualquier otro ciudadano, tenía que pasar por la cultura cristiana, es decir, tenía que romper con toda su tradición. El precio de la emancipación era la asimilación de la cultura secularizada. En virtud de ese peaje todo judío que quisiera ser moderno era sospechoso de hurto político si no demostraba bien a las claras su desjuidización.

Que la modernidad sea una secularización del cristianismo no significa que la relación entre ambos haya sido pacífica. Ha costado mucha sangre llegar a esta convivencia entre laicidad y cristianismo. Y no hay más que ver las andanadas constantes del cardenal de Madrid, Rouco Varela, para comprender que la convivencia tiene mucho que agradecer a la debilidad política del propio catolicismo. Lo cierto es que se han encontrado unas reglas de juego entre religión y política, profundamente ancladas en la conciencia del ciudadano moderno, que grosso modo considera a la religión asunto privado y reconoce en la voluntad ciudadana el principio de legitimación de la política.

Pues bien, este encuentro histórico entre el cristianismo y la política laica está en el origen, independientemente de la voluntad de sus representantes, de los conflictos entre política laica e islam o, dicho de otro modo, se repite ahora con el islam el conflicto que durante el siglo XIX y buena parte del XX ocupó la famosa "cuestión judía". Tomemos el debate creado en Francia por el velo islámico o hiyab, asunto que ha dado pie al sustantivo informe Stasi sobre la laicidad, que tendrá como consecuencia toda una ley antivelo, tal y como la denomina Le Monde. Cabe preguntarse ingenuamente que dónde está el conflicto porque en la laica Francia velos en las clases, incluidas las de la Sorbona, ha habido muchos. Si han menudeado tocas de monjas estudiantes y crucifijos de todos los tamaños, ¿por qué el velo islámico suscita unas emociones que no despertaba la toca católica?

No es un problema de vestuario ni de tamaño. Es un problema de significación. El velo tiene una significado religioso (recato y sometimiento de la mujer) que preocupa menos que otro de carácter religioso-político: expresar religiosamente el malestar social de los emigrantes musulmanes en sociedades europeas. Esa expresión religiosa produce desasosiego, pues si el malestar se expresa con formas y contenidos islámicos -en vez de recurrir a cauces democráticos consagrados- entonces cualquier conflicto social se convierte en una cuestión de principios, es decir, en un conflicto entre el Corán y la Constitución. Y eso Occidente lo vive como un ataque a la laicidad. Pero una cosa es la situación de pobreza de muchos de esos emigrantes y otra la sobreinterpretación religioso-política que hacemos los europeos basándonos en algunos y excepcionales casos fanáticos. Parece más rentable luchar contra el fanatismo que contra la miseria.

Que la tolerancia, todavía hoy, tenga un componente teológico parece lejos de toda duda, de ahí la necesidad de educar democráticamente y hacer ver que la política es laica, esto es, está legitimada para exigir a un enfermero islámico en un hospital público que atienda a pacientes de otro sexo, aunque se lo prohíba su religión. Pero no hay que minusvalorar el componente social, porque si resulta que esa famosa política laica que proclama la igualdad de todos los ciudadanos abandona a su suerte a los emigrantes pobres, no habrá que extrañarse si éstos acuden a las políticas de la religión.

Reyes Mate es profesor de investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC.

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