Ráfagas de Alejandra Pizarnik
Los diarios de Alejandra Pizarnik, escritos entre 1954 y 1972 -año en que se suicidó-, constituyen un hecho editorial único; no sólo dentro de la tradición argentina, sino en castellano. Su carácter único, dentro de estos géneros, reside en que no existe otro caso conocido en que se vaya a disponer, casi con certeza, aunque no todavía, de una publicación completa, sin filtro de autor, pariente o censor, de un material tan abundante, tan ligado desde el principio hasta el final a un destino de escritora. Por otro lado, se trató de un diario de frecuentación permanente y sistemática, en el que hay tres o cuatro líneas visibles: origen y familia, lengua y educación, identidades, prácticas sexuales y posición subjetiva.
DIARIOS
Alejandra Pizarnik
Edición a cargo de Ana Becciú
Lumen. Barcelona, 2003
504 páginas. 23,90 euros
La lengua de la escuela. Origen
-padres inmigrantes judíos recién llegados, en 1933, al puerto de Buenos Aires- y familia -la típica, pequeña y proverbialmente sórdida familia de clase media- están en íntima vinculación con la lengua, pero no una lengua propia, sino adquirida en la escuela. Por ello, estos diarios permiten asistir al despliegue de un yo cuya relación con el idioma fue tan complicada y en principio aleatoria como la de otros muchos escritores argentinos -Victoria y Silvina Ocampo, por ejemplo-. Pero, al mismo tiempo, es casi su revés: ellas escribían en el francés de institutrices y gobernantes y se traducían al castellano. En cambio, con un horizonte poco prestigioso de yídish y una infancia de escuela hebraica y pública argentina, Pizarnik debió valerse de un solo instrumento, una limitada lengua escolar tal como la recibía, cuyos modelos eran Campoamor, Miró, Jiménez, Machado y José Hernández; ninguno poseía la menor relación con los idiomas de la calle o de la casa; ninguno poseía tampoco el menor vínculo con la lengua viva de la literatura argentina de los años cincuenta -desde Macedonio Fernández o Borges hasta Leopoldo Marechal, Oliverio Girondo o Cortázar-. Los diarios atestiguan su dificultad para plegar sus necesidades expresivas a ese modelo tan anacrónico y, sobre todo, prueban la lentitud del proceso por el cual se fue apropiando de un canon castellano aceptable y rico, más allá de las lecturas escolares. Por eso el sistema de lecturas registrado aquí no es sólo un lento camino de acceso a la literatura sino un revelador -y fracturado- trabajo de educación del oído.
Mezclado con estos elocuentes repertorios de aprendizaje de un idioma literario aceptable, hay, en los diarios de los años sesenta, secuencias en las que Pizarnik alcanza ciertos atisbos de equilibro expresivo en la plasmación de su vida sexual: "Mi sexo gime. Lo mando al diablo. Insiste. ¡Qué molesto es! ¡Cómo lo odio! Sexo. Todo cae ante él. Fumo para ver si se calma". O: "He descubierto mi tendencia a conversar de temas obscenos, tratándolos con humor". Un espacio familiar neurótico de clase media, con su intimidad obscena, pauta también la escritura: "Sufrimiento cuando estoy a solas con mi padre... De todos modos, jamás lo sentí como padre. Y dudo que él mismo lo haya sentido nunca. Es tan infantil. Tan joven. Debe estar asustado del monstruo que engendró. Él, tan apuesto, tan simple".
Similar incomodidad frente al cuerpo, un cuerpo visto como instrumento insuficiente ante la exigencia radical del género. "Profunda tortura cuando camino por Santa Fe entre el 1200 y el 1800, donde transitan [...] las mujeres más bellas de Buenos Aires. Las miro o mejor dicho no las miro porque yo cuando camino no miro a nada ni a nadie, sino que las intuyo o las veo de alguna manera. Está dicho: una mujer tiene que ser hermosa: aunque escriba como Tolstói, Joyce y Homero juntos". No es una banalidad esta preocupación, obsesivamente presente en Rosa Chacel, entre otras muchas escritoras. Como decía Hannah Arendt, en la mujer la necesidad inapelable de la belleza se debe a que le garantiza una defensa frente a lo exterior, una muralla indispensable para construir la esfera subjetiva.
Junto con esta progresiva asunción de una esfera subjetiva susceptible de ser volcada en palabras, Pizarnik parece estar buscando, no por azar, algún tipo de cláusula más larga, una frase que le permita dominar el mundo y dominarse a sí misma, algo que sólo llegará al final y únicamente como certificación de un fracaso: "Quiero escribir cuentos, quiero escribir novelas, quiero escribir en prosa. Pero no puedo narrar, no puedo detallar nada porque nunca he visto a nadie. Tal vez si me obligaran a ver, si me obligaran a expresar fielmente lo que veo. La poesía me dispersa, me desobliga de mí y del mundo".
El periscopio hacia dentro. Como
un periscopio que se va volviendo hacia sí mismo, Pizarnik fue drástica -quizá de modo inadvertido, pero no por eso menos evidente- en la imposibilidad de inscribir en sus diarios el mundo exterior. Ensimismamiento, autorreferencia, incomodidad ante cualquier tipo de exigencia pública, laboral o institucional, crudeza e ironía en la voz y en la mano (hay dibujos en los cuadernos) que buscan ambas un modo creíble de transmitirse a sí misma ciertos itinerarios sexuales y dos decisiones casi desde el principio asentadas: ser escritora, matarse. Allí se ven -aunque aquí no consten, porque la selección no los incluye- dibujos de revólveres con instrucciones para poder utilizarlos, recetarios de combinaciones de toda clase de somníferos, barbitúricos y tranquilizantes, pactos sugeridos para ser ayudada a morir, adopción sucesiva de distintas máscaras sexuales, amores femeninos y masculinos además de rivalidades literarias drásticas, como cuando se pregunta quién es Olga [se refiere a Olga Orozco] y se responde que es alguien que no acepta la evidencia de que ella -"Alejandrita ¿no-parece-un-ángel?"- es la mejor poeta.
En los últimos años, junto con estos estratos, el horror al embarazo, caprichos, dudas y reproches a amigos y conocidos, e incluso, todo a lo largo de 1971 y 1972 -año que esta edición suprime por completo- amour fou y desposesión, además de torturantes relaciones paranoicas con unos vecinos con los que estableció -al menos, en el diario- una especie de erotizado triángulo. Es la época en que la escritura del diario se acelera y se vuelve agilísima, superando los previos desajustes escolares o sentimentales de sus giros personales, que ahora se adecúan a la experiencia vivida y la transforman en algo relevante, en un modelo de registro de intimidad -tan distinto pero tan revelador como el Oscar Massota de Roberto Arlt, yo mismo (1962)-. Aquí caben lo grotesco, lo procaz, lo sádico, la explosión, la risa, la mueca sardónica o el arrebato.
Pero de las muchas Pizarnik del diario, esta selección recoge sólo los tramos que pueden confluir en una imagen única y, además, discutible: la de poeta sublime. Quedan fuera otras, las que dan a este diario una índole también significativa; la del trabajo con los fantasmas del fracaso, con la corrosión y la fractura de una dimensión subjetiva que no abdicó, ni siquiera al final, de la conciencia de un destino literario.
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