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Columna
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Burbujas

José Luis Ferris

A mí, que un calvo bien parecido -tipo Kung Fu vestido por Adolfo Domínguez- me sople burbujas flotantes llenas de fortuna para anunciar que la Navidad y el sorteo del gordo están ahí, a la vuelta de la esquina, me da bastante igual. Que al deambular por esas calles cuajaditas de bombillas, de letreros luminosos, de abetos falsamente nevados, de renos y angelitos que destellan una falsa alegría de colores, me da un poco lo mismo. Uno está resignado a casi todo y sabe admitir que la vida que hemos dado por buena propicia estos excesos y estas anticipaciones que maldita la emoción y la gracia. Desde hace casi un mes se nos viene advirtiendo, por si no lo sabíamos, de la inminencia de esa fiesta entrañable con la que despedimos el año y de lo aviesos que tenemos que andar para no llegar los últimos a la consabida compra de turrón, marisco congelado, juguetitos y cava. De no hacerlo, de esperarnos a una fecha más razonable, a la paga de diciembre por lo menos, nos exponemos a la sangrante subida de precios con que somos fustigados los secesionistas que encaramos la Navidad cuando llega y toca.

Vivir en la sociedad del bienestar implica aceptar las reglas del juego. Si nos rebelamos, por mucho que la Carta Magna nos ampare, estamos expuestos al timo y al ridículo. Y en esto no hay derecho que valga. La vida es un mercado y la oferta y la demanda son la única dirección a seguir. Hace unos días me lo recordó Guillermo. Con sus diez años cumplidos es un economista sagaz que me asesora sobre temas de interés: "No te lo pienses, papá, el juego de la FIFA 2004 está en oferta. Tonto serás si te esperas a Reyes. Me lo compras esta misma semana y te ahorras, por lo menos, veinte euros". O mi madre, insistiendo desde el teléfono: "Debajo de tu casa han abierto un super de congelados. La caja de langostinos está a un precio increíble. Mañana mismo bajas y la compras. La nochebuena está ahí y luego ya sabes lo que pasa". En esto, desde luego, no cuentan los principio, y uno se queda con cara de burbuja, flotando en medio de esa solemne idiotez que ilumina nuestras vidas entre diciembre y enero, agarrado a una zambomba para no desentonar, mirando las estrellas.

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