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COPA DEL AMÉRICA

Rita gana la Copa

La alcaldesa de Valencia corona su espumosa carrera política con una apoteosis deportiva para la ciudad

Miquel Alberola

En 1991 ninguno de los ases de la baraja del PP se atrevía a encabezar la candidatura al Ayuntamiento de Valencia porque las encuestas y la intuición política lo desaconsejaban. Primero fue Manuel Broseta quien declinó la oferta del partido después de masticarla varios días. El horizonte no le ofrecía suficientes garantías como para no estrellarse en su regreso al coso político tras el descalabro de UCD. Luego fue Leopoldo Ortiz. Después de considerarlo en profundidad también acabó rechazando la proposición. Incluso hubo otros que acabarían haciéndole ascos a esta oferta. El socialismo todavía era una pata de elefante en España y nada hacía presagiar que su demolición en las urnas tenía fecha puesta en el calendario ni que Valencia iba a ser una plaza pionera. A falta de buenos, Rita Barberá, una mujer que ya había desempeñado varios cargos en la estructura del partido, entre ellos el de presidenta del Grupo Parlamentario Popular en la Cortes Valencianas, tuvo que tragarse el sapo. Militaba en Alianza Popular desde 1976 con el carné número tres y estaba en el partido a las duras y las maduras. El PSPV llevaba 12 años instalado en el Ayuntamiento de Valencia y, con la escisión de Unión Valenciana de Alianza Popular y el Centro Democrático y Social en danza, la derecha se presentaba fraccionada y sin demasiadas posibilidades de éxito electoral. Aun así, aceptó.

Ha dejado de ser carne para convertirse en verbo electoral inexpugnable
Barberá encabezó la candidatura municipal del PP cuando nadie la quería

Sin embargo, el PP obtuvo nueve concejales en las urnas, uno más que Vicente González Lizondo, mientras que la socialista Clementina Ródenas, con 13, no podía alcanzar la mayoría ni sumando los tres de Esquerra Unida. Con un pacto con mucho murmullo de notaría, Rita Barberá no sólo logró una alcaldía que se le planteaba inaccesible sino que establecía un sólido pedestal en su partido, que todavía iba dando bandazos en el espectro y tenía que sacrificar a su líder, Pedro Agramunt, por "un político kennedyano de la zona de Alicante", como se designaba en el entorno conspiratorio de Carlos Fabra a Eduardo Zaplana meses antes de destapar su nombre. Aunque ese primer mandato no fue fácil para Barberá, porque tenía que llevar pegado a González Lizondo como un molusco en todos los actos públicos y apagar cuantos incendios ocasionaba su hipoteca visceral, el Ayuntamiento de Valencia constituía la primera plaza de poder importante que administraba el PP, y en su interior contenía muchas posibilidades de cara al futuro. Una de ellas, con un especial valor intrínseco, es que en su regazo municipal Rita Barberá iba a acunar a desconocidos como Juan Cotino, Manuel Tarancón, José Luis Olivas o Francisco Camps, cuyos nombres, con mayor o menor intensidad, el tiempo iba a rellenar de especial significado. Como síntoma de esa ascensión, la alcaldesa de Valencia accedió al comité ejecutivo nacional de su partido en el congreso de 1993, en el que la organización dejó el nombre de Alianza Popular por el de Partido Popular.

Le bastó con cuatro años para chuparse la sustancia del mejillón de Unión Valenciana, inaugurar los proyectos que habían puesto en marcha los socialistas y comparecer de nuevo ante las urnas con un éxito notable. En 1995 su candidatura obtuvo 17 concejales, lo que significaba mayoría absoluta y manos libres para aplicar su programa de obra próxima al ciudadano y de proyección exterior de la ciudad. Pero además, su tirón electoral, que en ese momento ya era el mayor activo del PP valenciano, había arrastrado a Eduardo Zaplana hasta la presidencia de la Generalitat, lo que le confería mayor valor añadido.

Esa nube de euforia elevó a Rita Barberá a la presidencia de la Federación Española de Municipios y Provincias, cargo que amplificaría su imagen y sus relaciones en el marco de España. Bajo ese halo de grandeur municipalista, la alcaldesa de Valencia mezcló su discurso con cemento emblemático y lo encauzó en un vibrante desarrollo urbanístico que acabaría imponiéndose como una de las principales actividades económicas de la ciudad, cuyo imparable ritmo la conduciría hasta su tercer y cuarto mandatos con crecientes mayorías absolutas. En ese contexto levantó el Palacio de Congresos del arquitecto Norman Foster, cruzó el viejo cauce del Turia con nuevos puentes, como el de la Alameda de Santiago Calatrava o el de las Flores, removió tierra en el Parque de Cabecera e izó una colina ajardinada, sacudió mediáticamente el Parque Central y la prolongación de la avenida de Blasco Ibáñez hasta la playa, y dibujó el Balcón al Mar para convertir la dársena interior del puerto en zona de ocio. Asimismo, multiplicó los metros cuadrados de acera en la ciudad, centuplicó las farolas en las calles y trufó de piscinas una ciudad en la que han prosperado nuevos y lujosos barrios como el del antiguo polígono de Ademuz y el de la avenida de Francia, en cuyos perfiles, junto a la Ciudad de las Artes y las Ciencias, se afirma el nuevo skyline de Valencia. Rita Barberá ha tratado de pulimentar su expansiva gestión, que ha consumido prácticamente el espacio previsto por el Plan General de Ordenación Urbana de 1988, con el brillo cultural del proyecto Tercer Milenio, un evento auspiciado por la Unesco y concebido para revestirla de lustre como capital del pensamiento mundial, aunque los resultados obtenidos nunca se correspondieron con el entusiasmo que el Gobierno municipal invirtió en la operación. Tampoco tuvo suerte en su esfuerzo por lograr para Valencia la capitalidad cultural de 2002, en la que su propio partido la sacrificó con la candidatura de Salamanca.

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Pero por fin ha satisfecho el anhelo de convertir a Valencia en el escenario de un gran acontecimiento con hondas repercusiones internacionales. Aunque la semana empezó mal para ella, puesto que fue apeada de la presidencia de la Federación Española de Municipios y Provincias, la designación de Valencia como sede de la Copa del América la ha situado en la cúspide de la municipalidad española. Incluso parece que estaba escrito en la biografía oficial de su página web electoral desde la primavera, donde se la define como una Venus de Boticelli de la huerta: "Rita Barberá nació el 16 julio de 1948, el día en que las gentes de la Mar rinden tributo a su patrona, la Virgen del Carmen. Algo muy premonitorio para quien siempre ha mostrado una vinculación inseparable con el Mediterráneo". Ahora, cuando quizá debiera ser su último mandato, Rita Barberá ha dejado de ser carne para convertirse en verbo electoral inexpugnable. El Ayuntamiento ayer se convirtió en su basílica, y de allí ya no la saca la oposición ni con soplete.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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