Lo correcto en medio de lo falso
También los libros, como los humanos, sufren el paso del tiempo, que los falsifica o engrandece. También cumplen años y merecen un recuerdo en el que perdonamos su decrepitud o celebramos lo poco que han envejecido. Para que un libro forme parte de los mejores no hace falta que resuelva un problema; basta con que lo plantee de un modo del que no quisiéramos desprendernos. Aunque no creamos en la perennidad de los problemas filosóficos, como tampoco en que los viejos sean necesariamente los más sabios, determinados hallazgos deberían acompañarnos siempre. Adorno, que nació hace cien años, publicó hace ahora cincuenta una de sus obras más célebres: Minima moralia. Reflexiones a partir de la vida dañada, uno de esos libros que no han dejado de estimular la reflexión y de interpelar la conciencia de diversas generaciones a lo largo de su medio siglo de vida. Se trata de uno de sus libros más populares, con unas tiradas inhabituales entre los escritos de filosofía, sobre todo cuando no sucumben a la facilidad divulgativa. Sus aforismos son fogonazos en torno a la aporía de cómo actuar correctamente en un contexto que no lo es y que su autor quiso denominar "mundo administrado". ¿Cómo ser autónomo en una sociedad de dependencias, justo en medio de la intercambiabilidad universal, exacto en un mundo de imprecisiones, auténtico en un contexto de homogeneización? Escrito entre 1944 y 1947 en el exilio californiano bajo los efectos del terror reciente, su propósito no era -pese a lo que el título podría sugerir- ofrecer unas orientaciones éticas de sencilla aplicación, sino plantear la radical dificultad de la moral: la congruencia entre el orden de las acciones y el orden de los eventos, entre el plano de la moral individual y la lógica social o, si se prefiere una terminología weberiana, entre las convicciones y las responsabilidades.
Adorno formuló esta tensión en un celebre aforismo de Minima moralia según el cual "no hay vida recta en la vida falsa". Es la frase con la que se cierra una reflexión acerca de la dificultad de sentirse en el mundo moderno como en casa. Esta sentencia admite una lectura patética y otra cínica, y ambas coincidirían en pensar que, desgraciadamente o por fortuna, no hay nada que hacer. Quienes la interpretan de una u otra manera tienen en común la idea de que la discrepancia entre lo personal y lo social hace imposible la actuación moral. Lo justo sería el encaje perfecto entre lo interior y lo exterior, su acompasamiento sin sobresaltos. Sólo obraría bien quien consiguiera la coincidencia práctica de las intenciones morales, el curso histórico, las decisiones políticas y las estimaciones públicas. Pero no es ésta la pretensión de Adorno. Su principio no anula la diferencia entre lo correcto y lo falso, sino que la fortalece. Aunque sea imposible una vida correcta en su totalidad, no deberíamos dejarnos arrebatar el sentido de lo correcto. Y de hecho Adorno no dejó de pensar acerca de cómo comportarse de la mejor manera posible en situaciones difíciles. Si no fuera posible vivir con rectitud en la vida presente, ¿cómo sabemos que esta vida es falsa en su totalidad? Sólo puede tener una idea o expectativa de vida correcta quien ya haya tenido alguna experiencia -todo lo particular y limitada que se quiera- de vida correcta. Si existe algo así como una vida falsa, entonces hay elementos correctos en lo falso o, al menos, de lo mejor en lo peor.
Adorno ha llamado magistralmente la atención sobre un problema cuya seriedad consiste en que no podemos quitárnoslo de encima completamente. Otras experiencias históricas volverán a plantearlo en unos términos muy parecidos. La opresión y el exilio adoptarán otras formas y el dilema de la buena vida adquirirá otro matiz. Los problemas actuales del mundo, especialmente la guerra y la violencia, nos han puesto delante un tipo de terror que resulta más inmediato y universal como consecuencia de la globalización comunicativa. ¿Cómo entender en este contexto, cincuenta años después, el aforismo de Adorno? Entre otras posibles lecturas, representa la oportunidad de llamar la atención sobre lo que nos atañe más inmediatamente en un momento histórico en el que, como hace cincuenta años y tras la terrible experiencia del fascismo, uno tiene la tentación de aplazar sus deberes, atrapados como estamos en unos escenarios universales sobre los que no tenemos una influencia decisiva. La globalización de la disculpa sirve en ocasiones para abandonar lo doméstico, desviar la atención, exteriorizar absolutamente el mal o dejarse seducir por las grandes dimensiones. Se me ocurren algunos ejemplos extremos de esta incongruencia: el político eminentemente local que juega a desempeñar un papel entre los grandes, el empresario que encubre su incapacidad en la presión del mercado y el militante anti-globalización que destroza el mobiliario urbano. Todos ellos desprecian lo local, la concreción de esa vida que es generalmente lo único a lo que podemos dar una forma justa. Pero se puede intentar hacer lo que se debe sin necesidad de esperar a que se resuelvan los problemas universales. La conciencia no está globalizada; la interconexión de las cosas y los acontecimientos no disuelve lo concreto, ni desdibuja completamente las responsabilidades, aunque las vuelva ciertamente más difusas. La inmediatez escenificada de los medios de comunicación no debería hacernos olvidar que la verdadera cercanía de nuestra escala humana se juega en otras dimensiones más prosaicas. Uno puede intentar hacer eso bien, incluso aunque no entienda o no comparta la máxima de Adorno o su entera filosofía.
Daniel Innerarity, profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza, ha sido galardonado con el Premio Nacional de Ensayo 2003 por su obra La transformación de la política.
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