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Por una concepción laica de la tolerancia

Ya ha quedado atrás el tiempo en que, por miedo al beneficio que podría sacarle Le Pen, Giscard d'Estaing lamentaba haber hablado de "invasión" pensando en los inmigrantes, en que Jacques Chirac hacía olvidar que había compartido, en una vivienda de protección oficial, la dificultad de soportar ciertos "olores" (los de la cocina magrebí), en que Mitterrand matizaba una reflexión acerca del "límite de tolerancia" a partir del cual el extranjero se exponía al rechazo, en que Fabius admitía que si las respuestas de Le Pen eran malas, "sus preguntas eran buenas", y, por último, en que Rocard decía que "Francia no podía acoger toda la miseria del mundo". Por no hablar de los alcaldes comunistas, que no sabían cómo hacer para negar el derecho al voto a los extranjeros.

Un legítimo sentimiento de culpa provocado por el recuerdo de los horrores del holocausto y de la tortura ejercida durante la guerra de Argelia paralizaba todo discernimiento. Pero hoy comprendemos, sin decirlo, sin admitirlo explícitamente, que el crimen de Le Pen no es haber incitado un debate, sino haberlo envenenado él mismo y de forma deliberada mediante unos resabios de racismo y antisemitismo. Pero no por el hecho de que las realidades sirvan de coartada para empresas criminales dejan de ser realidades. Están ahí. Tenemos que afrontarlas. Es lo que cree poder lograr Chirac con su "Comisión para el laicismo".

Por otra parte, también ha quedado atrás el tiempo en que arabistas como Jacques Berque soñaban que Francia fuera esa Andalucía medieval donde Maimónides y Averroes comulgaban con Aristóteles, en que Léopold Sédar Senghor cantaba el mestizaje de las "negras rubias", en que Gide y Cocteau, citando a Shakespeare, declaraban triunfantes: "Todos somos bastardos". Entonces sólo se respetaba, en las vanguardias del espíritu, lo diferente, lo otro, lo extranjero. Se elogiaban las artes "primitivas" y se glorificaban los pensamientos "salvajes".

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Para luchar contra los vestigios del colonialismo, uno se entregaba a la fascinación de un islam que los propios musulmanes quieren hoy reformar. Más adelante, tras la época maniquea de la guerra fría y de la caída del muro de Berlín, la abolición de las fronteras, la interpenetración entre las culturas y la babelización de las lenguas debían conducir a la aparición de un hombre nuevo, viajero sin raíces y sin equipaje, libre de toda obligación, ciudadano del mundo que sólo tenía como patria a la Tierra entera. Era la época de la célebre "aldea global", nueva versión del internacionalismo proletario, gran y hermosa ilusión de las dos últimas décadas del siglo XX. Se anunciaba la desaparición de la lucha de clases y la emergencia del final de la historia. El hombre ya no sería un lobo para el hombre, ni las naciones unos depredadores al acecho. Los antiguos colonizados, fortalecidos por su emancipación, iban a salir por sí solos del subdesarrollo, aportando a los cansados colonos lo mejor de su antigua civilización. El derecho prevalecería sobre la fuerza y la tolerancia sería universal.

Y hete aquí, al bautizar el siglo XXI, que tan sólo nos queda el lirismo del desencanto. Huntington ha reemplazado a Fukuyama y Kolakovski considera que la aldea global tan querida por Edgar Morin es realidad "inencontrable". El retroceso de los imperios ha provocado el avance de las etnias y el hundimiento de las ideologías ha favorecido las convulsiones de las religiones. La independencia de las naciones jóvenes conduce a la servidumbre de los individuos y el derecho de los pueblos de disponer de sí mismos se transforma en el derecho de los gobiernos a disponer de sus pueblos. Y el islamismo triunfa sobre el arabismo.

(Entonces, poco a poco, en Occidente la idea de progreso apareció, cándida como la esperanza de que el mañana podría ser mejor que el hoy para los 6.000 millones de habitantes del planeta. Por tanto, las jóvenes generaciones están condenadas a gozar del presente o a vivir en la eternidad. El humanismo de las Luces ha quedado derrotado por la muerte de las utopías, la multiplicación de los genocidios, las guerras de religión, el hambre y la muerte de los niños, mientras que en Estados Unidos se edifica un nuevo "imperio del bien".)

Es en este paisaje, este marco y este decorado de precipitación y de desamparo donde tiene lugar el desplazamiento de los que no tienen nada y que van a llamar a la puerta de los que tienen algo. Es lo que se llama "flujos migratorios". Cuando se los necesita, son considerados "controlables": ése era exactamente el caso cuando necesitábamos soldados y hombres de brega. O cuando pensábamos en el futuro, lo que conducía a desear la llegada de poblaciones prolíficas. Pero ahora, en el presente, uno se confiesa a sí mismo y en secreto sentir miedo: ya no reconoce la aldea, el entorno, las costumbres. Además, ya no se vacila, se habla del pañuelo islámico en la escuela, de las piscinas mixtas, de la poligamia, de los matrimonios forzosos y de las mezquitas omnipresentes. Entonces uno se refugia en la esperanza de que el islam en Francia un día se convertirá en un islam francés. Y ahora, con razón, pero muy tarde, se intenta hacer lo posible para lograrlo.

¿Cómo dejar de ser tolerante con la visión angelical de antaño conservando al mismo tiempo la buena conciencia? Es sencillo. Habría que haberlo pensado antes. Para un francés, basta con ser laico. Ciudadano de un laicismo a la francesa a la antigua, en definitiva. Dentro de dos años celebraremos el centenario de la separación de la Iglesia y el Estado. Un gran momento en la historia de Europa. Aristide Briand acabó lo que Jules Ferry había comenzado: suprimió el Concordato entre Napoleón y el Vaticano. Había nacido la escuela republicana, gratuita, obligatoria y, sobre todo, laica. Entonces sólo había una Iglesia (católica, apostólica y romana) a la que contener y encauzar. Con la pluralidad de las religiones, el laicismo se ha convertido en aquello en lo que Voltaire, que odiaba tanto a los ateos como a los fanáticos, deseaba que se convirtiera bajo el nombre de tolerancia: el guardián de los diversos cultos y el conservador de las tradiciones. Pero todo lo que el laicismo tenía de dinámico cuando se oponía a una única Iglesia lo perdió al convertirse en el árbitro de la sociedad multiconfesional. Quedó reducido a la tolerancia.

Pero, tal y como expone Catherine Kintzler, profesora de la Universidad de Lille, el laicismo no es la tolerancia. El primero es activo; la segunda, pasiva. El primero es fundacional; la segunda, indiferente. Ya conocemos la frase de Claudel: "La tolerancia, la tolerancia, ¡hay casas para eso!". Era más que una humorada. Tolerar es aceptar casi con resignación. Los musulmanes "toleraban" a las gentes del Libro (judíos ycristianos), a los que se dignaban concederles la vida y la protección. La tolerancia acepta las manifestaciones de todas las religiones. Mientras que el laicismo coloca a Dios en el hogar y al ciudadano en la escuela. Sobre todo, la concepción francesa del laicismo defiende al individuo frente a su grupo de origen, defiende a la mujer frente al padre opresor y autoriza a que uno cambie de religión o se declare ateo.

De golpe, a través de personalidades influyentes, descubrimos tras tantos años que con la tolerancia no hacemos una nación, sino que instalamos comunidades. No defendemos valores, nos resignamos a que coexistan. Y luego, de repente, nos ponemos a descubrir cosas sencillas que considero evidentes desde hace ya mucho tiempo. Una de estas cosas es que el derecho de suelo, es decir, la posibilidad de ser francés si el azar nos ha hecho nacer en algún lugar de Francia, no comunica de forma automática el deseo de compartir los recuerdos, los proyectos, las adversidades y las esperanzas, la civilización y las luchas del país en el que hemos nacido, en el que tenemos la suerte de nacer. El derecho de suelo era maravilloso cuando, tras el nacimiento, la escuela republicana y laica con sus clases de instrucción cívica, el apoyo de los poderosos sindicatos y la referencia -incluso negativa- a un catolicismo moldeador y estructural y los scouts, y, sobre todo (hay que decirlo), el ejército, eran unas máquinas prodigiosas de fabricar franceses.

Dicho de otro modo, el derecho de suelo, sin tesoros presupuestarios y prioritarios dedicados a la educación, a la formación y a la integración, equivale a provocar la decadencia de un país y, por supuesto, el reino del comunitarismo: ¿Acaso no acabamos de ver a jóvenes judíos ultrarreligiosos defender el llevar el pañuelo islámico en los colegios para justificar el de la kipa...?

Aún hay más. Esta actitud (el derecho de suelo sin la integración) traduce una falta profunda de verdadera generosidad y verdadera fraternidad hacia los emigrantes. Claro está, estas cualidades no sólo consisten en asegurar la salvación del alma o la tranquilidad de la conciencia firmando peticiones. Reclaman que nos encarguemos de la suerte de las poblaciones que son acogidas hoy en día sin que se les garantice la enseñanza de la lengua, la vivienda, el trabajo, en definitiva, ninguna de las condiciones de la dignidad humana. "Cuando no nos preocupamos por formar ciudadanos, fabricamos delincuentes o fanáticos": es lo que podemos leer en numerosos textos escritos por intelectuales musulmanes que ven en Francia, y gracias al laicismo republicano, la única verdadera gran oportunidad de reformar el islam. Es lo que subraya el filósofo musulmán de Francia Abdenú Bidar en un artículo notable en el último número de la revista Esprit. La emigración es un problema europeo. Los españoles conocen las redes de emigrantes marroquíes. Los italianos, las rusas, tunecinas y albanesas. Los alemanes acogen a los turcos, y los británicos, a los indo-paquistaníes. Todo ello suma entre 11 y 15 millones, si contamos a Francia, donde residen entre 4 y 5 millones de musulmanes. Evidentemente, estas cifras no tienen ningún significado, porque al menos la mitad de todos estos emigrantes ya no practican su religión y se integran en la vida económica y social, incluso en la vida intelectual. Las mujeres musulmanas se encuentran en la vanguardia de esta liberación. El problema es que la otra mitad plantea unas preguntas que no nos esperábamos. La multiplicidad de las mezquitas no cambia sólo el paisaje, sino el pasado de un país. No es grave. Nos acostumbraremos. En cambio, todas las discusiones sobre la compatibilidad entre el Corán y la Constitución Europea son de una importancia, como se dice hoy en día, "identitaria".

Francia dispone del arma del laicismo. Europa, de una Constitución en vías de realización y de perfeccionamiento. No creo que lo que llamamos tolerancia sea de recibo en esta situación. Un gran filósofo británico, John Locke, publicó mucho antes de Voltaire una Carta sobre la tolerancia. En la página 126 de la edición de bolsillo de Flammarion encuentro el siguiente texto: "Los papistas no deben gozar en absoluto de los beneficios de la tolerancia, ya que, cuando detentan el poder, se consideran obligados a negárselo al prójimo. Mientras los papistas sean papistas, ni la indulgencia ni la severidad podrán convertirlos en amigos de su gobierno, ya que son sus enemigos, por principio e interés al mismo tiempo". Basta con sustituir "papistas" por "fundamentalistas": aquellos que no logran separar la religión de la política y la fe del poder.

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