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Reportaje:QUEBEC, EL MODELO QUE COPIÓ IBARRETXE / 4

El referéndum soberanista desaparece del debate

Los efectos traumáticos de la consulta de 1995 todavía persisten en la política de Quebec

En medio de una gran expectación, el Parlamento de Quebec, un imponente edificio fortaleza levantado hace doscientos años, abrió hace un mes sus puertas a una serie de jornadas parlamentarias que los diputados del Partido Liberal Quebequés (PLQ), rotundo vencedor en los últimos comicios del 14 de abril, presentaron como históricas. Exultante tras el triunfo que le ha dado la mayoría absoluta, el nuevo primer ministro, Jean Charest, pronunció el discurso inaugural de la legislatura entre las aclamaciones de los suyos. Durante hora y media, Charest desgranó los seis ejes de su programa de gobierno, los seis trabajos de Hércules que, ante todo, consisten en someter a una severa cura de adelgazamiento y descentralización a las estructuras del Estado quebequés, al tiempo que se incrementa la inversión en educación y sanidad.

La campaña del referéndum se desarrolló sin más incidente que la quema de una bandera
La alternancia es un dato que distingue a Quebec de las autonomías españolas
Muchos anglófonos creen que el francés es una aportación enriquecedora

En discurso tan largo no hubo una sola palabra dedicada al soberanismo o al referéndum secesionista que tanto entusiasman al nacionalismo vasco. Y, más sorprendente todavía, tampoco el derrotado Bernard Landry, anterior primer ministro y líder del independentista Partido Quebequés, hizo mención alguna a estos asuntos en su correspondiente réplica parlamentaria. El referéndum soberanista se ha esfumado del debate político quebequés para dar paso a la discusión sobre las causas que han hecho que esta región tenga hoy la mayor presión fiscal de América del Norte, el 27% más que la media canadiense, así como una deuda contraída a nombre de los siete millones de quebequeses que asciende a 111.000 millones de dólares canadienses (72.000 millones de euros). Lo que se ventila en la Asamblea Nacional de Quebec, en términos educados pero no versallescos, es el modelo económico social, o mejor: los límites de ese modelo socialdemócrata, aceptado por todos, que, en su versión actual, da síntomas de agotamiento.

¿Qué ha pasado para que la cuestión soberanista haya sido relegada a un segundo plano? ¿Por qué los independentistas del PQ renunciaron a enarbolar la bandera del referéndum secesionista durante la campaña electoral del 14 de abril? ¿Cómo se explica que, pese a esas cautelas, obtuvieran sólo el 33% de los votos, una derrota estrepitosa, cuando las encuestas continúan mostrando que la causa soberanista cuenta con el respaldo de entre el 35% y el 40% de la población? "El secreto político de Canadá y de Quebec", dice el ex ministro federal Francis Fox, "no es otro que la alternancia de la persona del primer ministro". Ciertamente, en los últimos 50 años no hay ningún ejemplo de Gobierno quebequés que haya superado la prueba de las dos legislaturas, ocho años en total.

La disposición quebequesa a la alternancia es un dato que le distingue de las autonomías españolas, muy particularmente de la vasca, sin perspectivas de cambio tras casi cinco lustros de gobierno del PNV. Según el profesor Jean Pierre Derrienic, el aparente declive del movimiento independentista quebequés se explica porque "un partido es más eficaz para difundir su ideología cuando está en la oposición, ya que las decisiones adoptadas en el ejercicio del poder crean descontento y reducen su capacidad de atracción ideológica". A ese argumento añade que el Partido Quebequés se enfrenta a un dilema de difícil solución cada vez que llega al poder. "O bien gobierna de manera que produce gran número de descontentos, con lo que disminuyen sus posibilidades de llevar a cabo la independencia, o bien trata de satisfacer a la gran mayoría, con lo que demuestra que Quebec puede ser bien gobernado dentro del marco de Canadá y que, por tanto, la independencia no es necesaria".

Son lógicas tan ajenas al comportamiento electoral vasco que cabe preguntarse si no es la violencia terrorista lo que ejerce de contrapeso permanente a favor del nacionalismo gobernante en Euskadi, lo que neutraliza, camufla e invierte el desgaste natural del ejercicio del poder y lo que, en última instancia, asegura el anclaje en la sempiterna oposición a unos partidos que viven acosados y amenazados de muerte. La pregunta de cómo aceptaría la sociedad quebequesa que un grupo terrorista asesinara a los representantes de la oposición no suscita otra respuesta que la perplejidad, en la medida en que es una hipótesis disparatada, de imposible aprehensión incluso entre los soberanistas que quieren creer que España es diferente, que no manejan más referencia histórica vasca que el "bombardeo de Gernika" -como si fuera achacable a las víctimas de ETA-, ni más argumento que el principio genérico de que todos los pueblos tienen derecho a la libertad.

La derrota de los soberanistas del PQ en los últimos comicios regionales sería, pues, el triunfo del hábito de la alternancia, unido a la constatación ciudadana de que el modelo socioeconómico intervencionista quebequés ha entrado en crisis y debe ser depurado y reconducido. Pero esa derrota no es tampoco ajena a los efectos retardados del referéndum soberanista de 1995, que dejó una huella traumática de divisiones afectivas en esta sociedad pacífica, modelo de tolerancia, en la que conviven francófonos (83%), anglófonos (9%), alófonos -nombre con el que se designa a los quebequeses de origen inmigrante: ucranios, chinos, antillanos, italianos, hispanos- (8%) junto a unos 60.000 nativos, indios metis e inuit, antes llamados esquimales.

Por increíble que resulte, en una situación de polarización social extrema y ante una cuestión tan sensible como la identidad individual, la campaña del referéndum se desarrolló sin más incidente que la quema de una bandera. Ni un escaparate roto, ni una pelea callejera, nada que ensuciara el buen nombre de esta sociedad en la que pierde el que arremete y agrede, gana el que seduce y convence. Tampoco el resto de los canadienses se quedaron a la zaga en tan particular competición. Cien mil personas llegadas de todos los puntos de la federación se manifestaron en Quebec con la consigna "I love you" y con el mensaje "Queremos que os quedéis con nosotros". Fueron momentos duros y emocionantes en los que la línea divisoria entre el y el no atravesó de parte a parte la sociedad quebequesa hurgando en las familias y las cuadrillas de amigos, entre los vecinos y los compañeros de trabajo. Nadie lo ha olvidado.

Francis Fox, ex ministro federal y presidente de Montreal Internacional, organismo empresarial dedicado a la promoción de esta ciudad, guarda por encima de todo el recuerdo de los apretones de manos en las oficinas, en los ascensores y en los bares con los que los quebequeses cerraron al día siguiente del referéndum las divisiones acumuladas durante semanas y meses de campaña. "El valor capital de Canadá es la serenidad, nuestra capacidad de tolerancia, nuestra disposición a discutir, a reconocer al adversario. Si salimos bien librados de la prueba, fue por la madurez política y democrática de la sociedad", destaca Francis Fox. Relajado y con aspecto muy saludable, el ex ministro federal pronuncia la palabra serenidad como SERENIDAD, o sea, como si llevara implícitas las mayúsculas. Ganadores y perdedores evitaron entonces cuidadosamente todo triunfalismo que arrumbara el empeño general en cerrar las heridas.

Pero, aunque Canadá superó la prueba con un comportamiento ejemplar, dándose a sí mismo y al mundo una lección de respeto democrático, conviene huir de las versiones angelicales. "En el Gobierno federal temimos seriamente que el triunfo del al soberanismo -perdió sólo por un punto, unos 30.000 votos- acarreara disturbios en Montreal", afirma el ministro de Relaciones Intergubernamentales, Stéphane Dion. La capital económica de Quebec, tercera del mundo en la industria aereoespacial, que guarda barrios de marcado sabor sureño, congrega a buena parte de la población anglófona, que, al igual que la mayoría de los alófonos y los amerindios, es muy refractaria a la ruptura.

La anglófona es una comunidad en declive. Se calcula que tras el anterior referéndum soberanista de 1980 -los partidarios de la separación obtuvieron el 40%- y la aplicación de la ley sobre el predominio del francés, única lengua oficial en Quebec, más de cien mil anglófonos quebequeses han abandonado la provincia. En un francés perfecto, el periodista Michael Goldbloom, ex presidente del consejo editorial del diario de lengua inglesa The Gazzete, explica que fundó en 1977 la Alianza de Quebec para contrarrestar los excesos de una ley que, entre otras cosas, prohibía los rótulos en inglés. Tras una serie de recursos y una larga pelea, el Tribunal Supremo de Canadá les dio parcialmente la razón al establecer que pueda rotularse en inglés siempre que el título principal esté en francés y tenga un tamaño dos veces superior. Aprobado en 1977, el nuevo estatuto jurídico del francés sólo permite la escolarización en las escuelas públicas inglesas a los hijos de familias anglófonas y obliga a utilizar el francés como lengua de relación en las empresas de más de 50 empleados.

Conviene no perder de vista que hasta los años sesenta, en que los soberanistas y liberales quebequeses desencadenaron la revolución tranquila, los anglófonos dominaron el mundo de la empresa, impusieron su lengua en esos y otros dominios y se aseguraron un estatus socioeconómico privilegiado que estableció una marcada desigualdad entre ambas comunidades. Mientras sus vecinos eran instruidos en la modernidad y en el mundo de los negocios, los francófonos fueron educados por la Iglesia católica, que, a falta de una verdadera estructura estatal, organizaba asimismo la sanidad y la acción pública.

Fue una etapa de oscurantismo y reacción ideológica que se conoce hoy como la grande noirceur (la gran negrura, la gran mancha), largos años en los que era corriente que las familias tuvieran entre 10 y 12 hijos. La revolución tranquila acabó con todo aquello. En medio del estallido de nuevas consignas: "Ha llegado la hora del cambio", "De ahora en adelante", "Dueños de nosotros", "Igualdad o independencia", independentistas y liberales se aplicaron con entusiasmo a la tarea de construir un Estado progresista y laico, de acuerdo con el canon europeo, y arrebatarle a la Iglesia sus poderes públicos. Extrañamente, el proceso se produjo sin violencia ni conflictos mayores, y hoy no existe en Quebec el anticlericalismo latente en España. Fue entonces, en 1967, en la Exposición Universal de Montreal, cuando el general De Gaulle desató los delirios independentistas con su célebre grito: "Vive le Quebec libre".

Sin dejar de admitir las injusticias del pasado ni las desigualdades económicas ya prácticamente desaparecidas, Michael Goldbloom explica la ley del francés como resultado de un movimiento pendular que, como otras cosas en Quebec -la tasa de natalidad es ahora de las más bajas del mundo-, ha modificado la sociedad. Confortado, quizás, por la reciente derrota soberanista, el fundador de la Alianza de Quebec encara el futuro con mayor optimismo y hasta se muestra conciliador en el asunto de la lengua, que considera pacificado. "Nuestro segundo objetivo era que todos los anglófonos hablaran francés, y eso es algo que en gran medida ya se ha conseguido", señala, "porque los padres valoran como una ventaja que sus hijos hablen las dos lenguas".

Como otros muchos anglófonos, Goldbloom piensa hoy que la lengua francesa es una aportación enriquecedora y un elemento distintivo que facilita el éxito en un mundo, el canadiense, desde luego amenazado por el asimilacionismo estadounidense. "Ahí tenemos a Céline Dion, el Circo del Sol, nuestras películas que triunfan en Cannes. Las sociedades distintas tienen ventajas en este momento; la novedad de la diferencia, lo singular, es un elemento de éxito", afirma.

Le pregunto si los anglófonos forman una comunidad aparte y me responde diciendo que sólo un tercio de sus amigos de la época estudiantil se han casado con francófonos. Quiere creer que las nuevas generaciones ven el agrio debate de estas últimas décadas como un asunto de sus padres. "La identidad canadiense existe, aunque los independentistas traten permanentemente de reducirla a su mínimo expresión. Todos tenemos identidades múltiples en función del contexto y de la persona o el medio ante el que nos reafirmamos. A veces me siento más montrealés que quebequés, pero, si estoy en otra parte de Canadá, me siento quebequés, y canadiense cuando voy a EE UU. Hay días incluso en que pienso que lo que me define en primer término es que soy judío".

El caso es que el soberanismo no está de actualidad en Quebec. "Bah, lo que nos interesa ahora son otras cosas", dice un taxista. "Mis compatriotas son gente avara, que sólo piensa en el dinero, en la seguridad, y por eso votaron contra la independencia", comenta un guía de turismo despechado por el comportamiento electoral de sus conciudadanos. "Después de la experiencia del referéndum de 1995, la gente ya no quiere seguir hablando de eso. Están hartos porque creó demasiadas divisiones que no han terminado de cerrarse. Lo veo aquí mismo, en la universidad, entre los mismos intelectuales, entre mis compañeros universitarios", dice el catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad de Montreal Louis Massticotte. "Los debates sobre la secesión", explica, "son muy duros y desgarradores, porque tocan a la identidad, al corazón de las personas". El profesor Massicotte tiene un consejo que darle al lehendakari Ibarretxe. "Cuando la secesión se blande como amenaza, más vale que la ganes, porque, si no, te arriesgas a desgarrar tu propia sociedad".

¿Son esos desgarros, pues, lo que explica que en la última campaña electoral los soberanistas eludieran en lo posible el asunto de la independencia y evitaran todo compromiso a convocar un nuevo referéndum? ¿Además de crear la alarma en el resto de Canadá, el apretado resultado del referéndum de 1995 no provocó también una sensación de vértigo entre los votantes del que más que la independencia lo que buscaban era apoyar una reforma constitucional que reafirmara y fortaleciera más a Quebec dentro de Canadá?

Porque parte del discurso propagandístico soberanista abundó en esa misma construcción ambigua, altamente eficaz para retener a los más tibios, y porque el programa independentista certifica el propósito de conservar la moneda, el pasaporte y, desde luego, el acuerdo de libre cambio entre Canadá, EE UU y México (ALENA), clave para la exportación quebequesa. En plena campaña, los separatistas llegaron a mostrarse incluso dispuestos a seguir participando, desde la soberanía, en las instituciones parlamentarias federales. Según algunos analistas, una parte de los votantes se ha acostumbrado a frivolizar electoralmente con la independencia, sin desearla verdaderamente. Eso explicaría que el electorado premie al PQ cuando ese partido, tenido por buen gestor, descarta promover el referéndum en la siguiente legislatura y le castigue cuando cree que puede lanzarse a una nueva aventura.

Lo refleja bien la metáfora que utiliza Jean Fortín, director de Comunicación del Gobierno de Quebec. "La soberanía es como un espíritu, una esperanza. Es como una belleza altiva y maravillosa que pasa delante de ti todos los días. Cuando te interesas por ella y tratas de seducirla, se muestra esquiva y te ignora, pero, si no les haces caso, es posible que un día te la encuentres a tu lado. Por eso todo el mundo ha cambiado de estrategia y por eso creo que el próximo referéndum acarreará el riesgo de la victoria. Puede ocurrir que, sin habernos dado cuenta, un día nos levantemos soberanos". Louis Balthazar cree, sin embargo, que, tal y como están las cosas, hará falta una crisis, "por ejemplo, que el resto de los canadienses adopte una actitud de rechazo hacia los quebequeses", para que se imponga la soberanía. De nuevo, la idea de que pierde aquel que es considerado provocador.

La nueva estrategia del Gobierno federal de Ottawa está pensada para incidir sobre esa franja de votantes soberanistas poco convencidos de las ventajas de la secesión. Trata de romper la burbuja -"crever l'accès" (reventar el acceso), dice un diplomático del Gobierno federal-, en un soberanismo que juega todas sus cartas de la ambigüedad, que minimiza los riesgos y problemas de la secesión, que no reconoce límite alguno al poder de la Asamblea Nacional de Quebec, que cuenta, o contaba, mejor dicho, con que Canadá le dejara la vía libre a su reconocimiento internacional como país soberano, una vez cumplido con el requisito de una negociación estrictamente técnica sobre la deuda y los derechos de las minorías. Tras la doctrina del Tribunal Superior de Canadá y la consiguiente Ley de la Claridad, aprobada por el Parlamento federal a instancias del ministro Stéphane Dion, las cosas serán bastante más complicadas.

Mañana se publicará la quinta y última parte de este reportaje

Partidarios de la soberanía de Quebec en un mitin en Montreal, durante la campaña del referéndum de 1995.
Partidarios de la soberanía de Quebec en un mitin en Montreal, durante la campaña del referéndum de 1995.AP

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