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Una política exterior para Europa

Hace casi 30 años, a la muerte del general Franco, toda la sociedad española se embarcó, por primera vez en muchísimos años, en un proyecto nacional, lo que Ortega llamaría un "proyecto sugestivo de vida en común": incardinarnos en Europa; la integración en Europa equivalía a la "normalización" de la vida española (otra vez con Ortega, "España es el problema y Europa la solución"). Por primera vez, repito que en muchísimos años, España tenía un proyecto nacional que llevar a cabo. Podemos estar satisfechos, ese proyecto ha quedado cumplido; queríamos hacer algo y nos ha salido bien; ello ha traído un sinnúmero de ventajas (hemos aumentado la confianza en nosotros mismos, España vuelve a ser alguien en la escena internacional, hemos incrementado nuestro acervo común, etc.), pero ése es un proyecto que ya no puede ser considerado tal: ya no es un proyecto, es una realidad. Contra el pronóstico mayoritario, España ha hecho posible, bajo la Monarquía Parlamentaria, lo que en noviembre de 1975 parecía, sin más, un sueño inalcanzable.

Necesitábamos, pues, un nuevo proyecto nacional y escribía allá por el año 2000 (creo que en estas mismas páginas) que ese nuevo proyecto no podía ser distinto del de Europa: tendría que ser ya no sólo "estar" en Europa (que ya estamos), sino cooperar con las otras grandes naciones europeas a definir el futuro común: "ser" Europa.

Pero Europa, la construcción de Europa, es una tarea larga y dificultosa. Se hizo un Mercado Común y de él hemos pasado a una Unión Política y a una moneda común: el euro; indudablemente, pues, hemos avanzado, pero todavía queda mucho camino por recorrer. A finales de la Edad Media, para distinguir el poder real (de los Estados) del poder feudal (de los nobles) se decía que aquél tenía cuatro notas distintivas que eran, en definitiva, los atributos de la soberanía: el poder de administrar justicia, el de acuñar moneda, el tener representantes en el exterior (embajadores) y tener un ejército propio. Si analizamos estas características en la situación actual de Europa, colegiremos que en algunas se ha avanzado mucho (moneda, justicia), mientras en otras estamos aún en los albores, concretamente en la de tener un ejército europeo y en la de tener una verdadera política exterior. Pero además debemos ser sinceros y reconocer que en muchos aspectos priman todavía los intereses particulares (nacionales) sobre los colectivos (europeos) y ello tanto más cuanto más predominante es el papel de la nación en cuestión en la construcción de Europa.

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Es por ello necesario, ahora más que nunca, hacer un esfuerzo y pensar qué Europa le interesa a España. En concreto, y por lo que a la política exterior se refiere, es necesario resolver si nos interesa una Europa continental, enclaustrada, cerrada sobre sí misma y aferrada a los viejos prejuicios, lo que Rumsfeld llamaría, con poca cortesía, la vieja Europa, o, por el contrario, nos interesa una Europa que mire al futuro, capaz de jugar un papel en el mundo: elegir entre la Europa fortaleza y la Europa abierta.

En esta disyuntiva, España, entiendo, debe aportar su grano de arena. En primer lugar debe tener alguna política exterior: carecer de ella o tenerla puramente negativa ha sido la característica de nuestras dictaduras; sólo un país aislado puede carecer en puridad de política exterior. Aunque a veces sea duro, hay que elegir. En segundo lugar, y aunque somos la nación más vieja de Europa (por historia), tenemos una de las sociedades más jóvenes del continente; sociedad que, por otra parte, ha sido capaz de arramblar en un increíblemente corto espacio de tiempo con viejos prejuicios y viejas costumbres y es abierta como pocas; por otra parte, sin ventajas apreciables en los dos últimos siglos dignas de ser protegidas. Habría, por tanto, un indicio para jugar a favor de la apertura europea. Pero hay más.

Una Europa que tiene una de las economías más poderosas del planeta y que ha abdicado de la capacidad de defenderse a sí misma delegando esta función en los Estados Unidos, difícilmente podría jugar sus cartas contra el único país que, compartiendo con nosotros valores y principios (democracia, derechos humanos, economía libre), es el único capaz de defenderlos erga omnes. Una política exterior europea que rompiera o debilitara el vínculo transatlántico sería, a mi juicio y sin más, una política condenada al más absoluto fracaso, y no digamos si se define contra ese vínculo. Después de cinco siglos de hegemonía europea nos encontramos en un mundo en que el "hegemón" es extraeuropeo, pero ¿qué papel puede jugar Europa en esta etapa que se está inaugurando en las relaciones internacionales? Teóricamente, tres: competir o confrontarse con Estados Unidos, tratar de cooperar con ellos o jugar sin más a la subordinación. A mi juicio, el camino más rápido para esta tercera alternativa sería pretender confrontarnos con alguien que, además de tener la capacidad de defendernos, cada día que pasa nos saca más ventajas en campos tan distintos como el de las nuevas tecnologías, la cohesión social o la unidad de decisión. En definitiva, tratar de competir es una postura que puede y suele mantenerse "de boquilla", pero no se sustenta en la realidad y los países europeos que lo han hecho veremos muy pronto cómo empiezan a dar marcha atrás.

Por el contrario, cooperar es la única posibilidad seria que le queda a Europa, y además es una gran oportunidad para España, no sólo por su vocación transatlántica histórica y nuestra presencia real en Latinoamérica, sino porque a esa sociedad joven de la que hablaba antes, que está demostrando su capacidad, le interesa la globalización y la apertura (al contrario que a otras sociedades europeas).

Por último, si cooperamos en lugar de enfrentarnos podremos lograr algo que nos interesa a todos: que las relaciones internacionales en el futuro inmediato sean menos rígidas y más fluidas (al pasar por el tamiz de diálogo europeo); que la existencia de un gendarme internacional sea compatible con un mundo que, además de seguro, sea más justo y más próspero.

Eduardo Serra es presidente del Real Instituto Elcano y fue ministro de Defensa.

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