_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La innovación de la crema catalana

Hace tiempo fui a cenar al restaurante Gaig, que está abierto en Horta, cerca de la plaza de Ibiza, desde 1869. Me llamó la atención, entre los postres, uno que se ofrecía bajo el sugerente título de "La innovació de la crema catalana". Que la necesidad de innovación hubiese llegado a la crema catalana me pareció portentoso. Es cierto, no obstante, que Vázquez Montalbán explica que, en Gaig, los platos de siempre son recreados de tal modo que se convierten en nuevos. Calidad, oficio y un punto de solidez hacen que Gaig y el Hispania sean mis restaurantes catalanes preferidos. En fin, olvidé el tema hasta que, hace unos días, fui a almorzar al restaurante Windsor, donde -al presentarme la carta de postres- leí uno que causó mi asombro. Tanto, que les dije a los demás comensales, entre los que estaban Josep-Maria Puig Salellas y Ramon Viladàs: "Mireu, hi ha un postre que més que un postre sembla el programa d'un partit polític". En efecto, su título rezaba así: "Versió lleugera de la crema catalana de sempre"; y, bajo esta síntesis rotunda, se proponían dos caldos para aligerarla: "Garnatxa Masia Pairal Can Carreras 86" y "Malvasia Sitgetana de l'Hospital de Sant Joan Batiste". Todo de casa, como se ve.

El nacionalismo puede ser un instrumento de integración y social, o una útil herramienta de control político y social

Dada esta sorprendente coincidencia de voluntad renovadora en el ámbito de la repostería, me ha parecido que ambas propuestas sirven para simbolizar el dilema en el que se debate actualmente la política catalana, que se halla a punto de optar entre la "innovació" y la "versió lleugera de la crema de sempre". Que esto es así viene reforzado por el hecho de que quienes llevan a cabo esta "versió lleugera de la crema de sempre" -Artur Mas y su joven e impetuosa cuadrilla, con Duran reciclado como sobresaliente y Francesc Homs como apoderado- suelen insistir en que ellos encarnan la innovación auténtica, dado su juvenil empuje, mientras que Pasqual Maragall es ya un político de corte jurásico, caprichoso y errático, que acertó por casualidad una vez -con la ayuda de todos- y que declina inexorablemente desde entonces, hasta convertirse en una sombra imprevisible y patética de lo que fue.

No me toca a mí defender a Pasqual Maragall. Dado su conocido y peculiar talante, proclive a manifestarse de forma espontánea, todos sabemos de qué pie calza. Y sabemos también que, más allá de sus limitaciones -¿quién no las tiene?-, encarna y representa -con visión larga, ánimo abierto y buen estilo- un modo innovador de proyectar Cataluña hacia el futuro. Creo por ello que lo interesante es dilucidar en qué consiste la innovación que Maragall propone, lo que exige precisar la realidad de la que parte y que, con escrupuloso respeto a su esencia, pretende mejorar. Dicho en otras palabras, ¿en qué consiste esta crema catalana que unos pretenden innovar, otros aligerar, y cuya vigencia todos proclaman?

La base -"la crema"- que todos comparten es el reconocimiento de Cataluña como nación, es decir, su afirmación como una comunicad con conciencia clara de poseer una identidad histórica diferenciada, y con voluntad firme de proyectar hacia el futuro esta identidad en forma de autogobierno. Un autogobierno que se concibe como autogestión de los propios intereses y autocontrol de los propios recursos. Un autogobierno cuya potenciación exige, sin duda alguna, la reforma estatutaria y la reforma constitucional. Por ello, tanto Maragall como Mas coinciden en este punto, si bien con significativas diferencias de procedimiento y calendario, así como con diversa valoración de fondo de la realidad hispánica. Ahora bien, sentado el punto de partida, ¿qué comporta la innovación propuesta por Maragall, tal y como yo lo veo?

En primer lugar, una renovación de equipos directivos. Este aspecto puede ser minimizado con el argumento de que se trata, en el fondo, de un simple quítate tú que me pongo yo, con lo que las cosas quedarían igual que estaban. Pero se advierte su auténtico valor, cuando se piensa que el actual grupo dirigente lleva instalado más de 20 años, lo que no resulta saludable, habida cuenta de que toda estructura de poder tiende necesariamente a generar una subestructura clientelar. De ahí que la raíz última de la democracia resida, más aún que en el diálogo, en la renovación de dirigentes y en un juego de balances y contrapesos, de modo que el poder no se condense durante demasiado tiempo en las mismas manos. Esta renovación permitiría que pudieran ser reconsiderados desde otra perspectiva -y con mayor participación ciudadana- todos los temas: desde los de gran calado, como la financiación o la división territorial, hasta los concretos y nimios, como las inversiones de la Corporación Catalana de Radio y Televisión, por ejemplo, en Media Park.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

En segundo término, la innovación pasa por la ampliación del ámbito del catalanismo político, de modo que participen en la política catalana aquellos cientos de miles de "altres catalans" que votan en las elecciones generales y municipales, absteniéndose de hacerlo en las autonómicas, por entender que la cosa no va con ellos. Para movilizar a estos ciudadanos, es preciso que el debate político gire en torno a los temas del día a día, los mismos sobre los que recae en los países de nuestro entorno. En este punto la innovación sí que revestiría carácter histórico, pues la victoria de Maragall no implicaría sólo una alternancia entre grupos políticos, sino que supondría la participación en el poder de la Generalitat de un grupo social -los inmigrantes de cultura originaria castellana-, que hasta ahora no han accedido a él como tal grupo. Que éste es un tema de enorme calado lo muestra el hecho de que un político profesional, frío y calculador, como Duran Lleida insista reiteradamente, en los últimos tiempos, acerca de que "el PSOE pesa más que el catalanismo" en el socialismo catalán. Lo que implica sugerir que Maragall no es otra cosa que un caballo de Troya, mediante el que se introducirían en el tabernáculo de la ciudadela catalana los Montillas y Corbachos con sus tropas, por lo que Duran alerta ante la mera posibilidad de que "el nuevo socialismo catalán de los Montilla y los Corbacho, es decir el nuevo PSOE en Cataluña, sea el que gobierne en los próximos años". Parece -y eso ya lo digo yo- como si estas gentes, sobre todo "al amanecer y con fuerte viento de levante", prorrumpiesen en grandes gritos de ¡viva España! y se dedicasen, no a velar por sus propios intereses -como tanto y tan bien han hecho en los municipios que han gestionado ejemplarmente-, sino a sojuzgar arteramente su entorno, para ponerlo así al servicio de un ideario jacobino -oblicuo y desleal- que tan injustamente se les presume.

Pero este tema también puede verse de otro modo. A saber, partiendo de la constatación de que el nacionalismo es -como casi todo en esta vida- neutro en sí mismo. Por lo que tanto puede ser un instrumento magnífico de integración y cohesión social, como convertirse en una útil herramienta para el control político, social y económico de un ámbito territorial determinado, en manos de un grupo social originario definido identitariamente. Todo nacionalismo tiene siempre, por tanto, este riesgo: confundir la patria con una finca propia para uso exclusivo. Entonces no queda más remedio que decir, como aquella madre italiana de la que nos habla Eric Hobsbawm: "Scapa figlio, que veni la patria".

Y, por último, otros aspectos de la innovación están íntimamente relacionados con esta ampliación del grupo social detentador del poder que determinaría la victoria de Maragall. Desde una mayor participación ciudadana en la adopción de decisiones, hasta una mayor transparencia en la gestión; desde unas relaciones de respeto y colaboración recíprocas y francas con el PSOE, hasta una celosa defensa de la autonomía del PSC respecto a las decisiones de alcance estrictamente catalán; desde una participación desinhibida y desmercantilizada en la política general española, a una reivindiación de la presencia directa de Cataluña en las instituciones supraestatales, incluida la UE. Pero todo esto vendría dado por añadidura.

El gozne de la innovación que Cataluña precisa para salir de su ensimismamiento se halla en un cambio de mayoría política. Un cambio que implicaría la vertebración de un nuevo catalanismo, un catalanismo que -usando las mismas palabras que Josep Termes emplea para caracterizar el catalanismo de la Renaixença- no es "un catalanismo entendido como una doctrina restringida y limitada, sino un catalanismo visto como la corriente de un río, que suma afluentes, procedentes de muchas tradiciones; que incorpora ideas de procedencia muy variada". En suma, "un catalanismo, por otra parte, que no es ni un partido político, ni una secta, ni una escuela, sino que se configura como una forma de entender el país y de intercambiar iniciativas y orientaciones con otra gente".

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_