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Reportaje:MÚSICA

Warren Zevon, con las botas puestas

Lo peor? No sé si me dará tiempo a ver la nueva película de James Bond". Warren Zevon (Chicago, 1947) no es un cinéfilo atareado, sino un hombre con una sentencia de muerte. Y el dueño de ese humor inmisericorde que tanto brilla en sus canciones. Un cáncer inoperable en ambos pulmones, dictaminaron el pasado verano los médicos, a los que Warren llevaba veinte años sin visitar. Simples momentos de ahogo fruto del estrés, pensaban sus amigos, "como le ocurría al protagonista de Los Soprano".

El músico, con más de

treinta años de carrera, preparaba su antología definitiva, Genius: The best of Warren Zevon (Rhino Records), y seguía una vida sana, sin alcohol, ni tabaco en los últimos años. Se había convertido además en adicto al gimnasio. Ahora, tras renunciar a la quimioterapia, vive un frenesí creativo. Acaba de terminar su álbum postrero, para el que contó incluso con un pequeño estudio al pie de la cama. También de la ayuda de varios colegas y admiradores de su obra como los músicos Ry Cooder, Don Henley, Billy Bob Thorton, Dwight Yoakam, Eagles o Bob Dylan. Este último toca una media de tres canciones de Zevon en cada uno de los conciertos de su gira actual. En realidad, la admiración es mutua: "Tengo un trabajo muy divertido, que inventó Dylan". Quizá por eso Warren probó la aventura del folk en el Village neoyorquino a mediados de los sesenta. Fracasó y volvió a Los Ángeles, en donde había dejado a sus padres tras el divorcio de éstos.

Hijo de un emigrante rusojudío, jugador profesional de cartas, y de una mujer de culto mormón, vivió una infancia itinerante. Cursó estudios de piano clásico y llegó a frecuentar a Ígor Stravinski. Todo eso, hasta que con 16 años se subió al Corvette que el progenitor había ganado en una partida de póquer, y se largó tras la estela de Dylan.

En la escena pop angelina de finales de los sesenta, Zevon sobrevivió como músico de sesión, con jingles televisivos y al piano en la banda de apoyo de los Everly Brothers. Su primer disco, Wanted dead or alive, producido por Jackson Browne, fue ignorado. Y después de casarse en Reno en pleno delirio de vodka, se tomó un año sabático. ¡En Sitges! Cantaba en un bar irlandés, propiedad de un ex mercenario, con el que llegó a coescribir algún tema.

"Era uno de los tipos más salvajes con los que me había topado y un maestro de la canción noir", recuerda Browne, que le rescató de la Costa Brava con la promesa de una grabación para el sello Asylum. Warren Zevon y Excitable boy, sus álbumes de 1976 y 1978, algunas de cuyas composiciones ya había popularizado Linda Ronstadt, confirmaron las palabras de Jackson Browne.

Zevon preñaba sus textos de perdedores, asesinos, borrachos, licántropos y otras criaturas nocturnas. Podía tratar los temas más escabrosos, pero lo hacía siempre con una mezcla de humanidad e ironía. Era cáustico, muy cáustico, pero no desdeñaba el romanticismo. Sus letras le situaban por encima de otros compañeros del sur de California como los Eagles o el propio Browne. Él, bizarro e irreverente, tenía más pegada.Se convirtió en un artista de culto, iconoclasta y sardónico.

Werewolves of London fue su único éxito en formato sencillo. Después se perdió en un mar de alcohol e incomprensión comercial. En 1981 optó por rehabilitarse para evitar "una muerte de cobardes" y confesó a la revista Rolling Stone su dependencia de la botella. A la misma publicación a la que acaba de explicar su nueva percepción del tiempo: "Lo noto en la cola del super, ante la cajera. Oiga, tengo un cáncer terminal, podría ayudar a la señora con sus cupones. A ver si esto corre".

Atrás quedan los tristes

años ochenta, sólo reconocido por artistas como REM, que le respaldaron en Sentimental Hygiene (1987) y con los que creó un grupo paralelo, Hindu Love Gods; y la recuperación con Artemis Records en el nuevo milenio tras fracasar sus buenos discos de los noventa. Life'll kill ya (La vida te matará, 2000) y My ride's here (Mi viaje ha llegado, 2002), así como su anterior antología, I'll sleep when I'm dead (Dormiré cuando esté muerto), suenan premonitorios. "Me río de lo muy a pecho que la gente se toma envejecer", contaba entonces. Ahora se vuelca en su familia, la música, ver viejos filmes de Steve McQueen y comer huevos con bacon: "La vida es muy corta, pero puede ser intensamente dulce".

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