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Columna
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Otra vez el FMI

A lo largo de las últimas décadas, el Fondo Monetario Internacional se ha convertido en uno de los principales baluartes de la llamada ortodoxia económica -es decir, de la preeminencia del mercado sobre cualquier otra consideración-, y fundamento básico del orden social. Al igual que el oráculo de Delfos en la antigua Grecia, este organismo internacional se muestra siempre dispuesto a repartir consejos y exhortos sobre lo que unos y otros deben hacer. Pero, a diferencia del griego, que al pie del Parnaso adecuaba sus consejos a la naturaleza del problema sometido a su consideración, los gurús del FMI tienen por costumbre recetar siempre la misma solución, con independencia de la cuestión planteada.

Durante los últimos años, gobiernos de los cinco continentes han sido destinatarios de las admoniciones del Fondo, referidas a la gestión de la economía de sus respectivos países. En ellas, siempre puede escucharse la misma cantinela: la necesidad de liberalizar y privatizar la economía. Cualquier tentación de intervención pública a favor de la estabilidad de los procesos económicos y sociales, y de una mayor justicia social, ha sido considerada no sólo como un error, sino como un ataque a los fundamentos de la economía. Ni siquiera la protección de los derechos más básicos de las personas han servido de excusa.

El FMI ha venido jugando, además, con las cartas marcadas. Muchos países se han visto literalmente obligados a aplicar sus recetas bajo la amenaza de no recibir fondos externos con los que paliar sus crisis. Los paganos no han sido nunca los gobiernos o empresarios corruptos que se han llevado dinero a espuertas mientras la gente sencilla veía como sus empleos desaparecían, los servicios públicos se deterioraban, y la privación aumentaba a su alrededor. El pato lo han pagado -y lo están pagando- los de siempre, aquellos que no tienen más recursos para oponerse que la mera protesta.

Como señala Joseph Stiglitz -ex vicepresidente y ex economista-jefe del Banco Mundial hasta hace dos años- en su último libro El malestar en la globalización (Taurus, 2002) "hay miles de millones disponibles para salvar bancos, pero no las magras sumas necesarias para sufragar subsidios para quienes pierden sus empleos por culpa de los programas del FMI". En algunos casos, como el de Argentina, dichos programas son la causa de la masiva extensión de la pobreza y de la muerte de personas indefensas ante la práctica desaparición de servicios públicos esenciales, sin que los políticos o los empresarios corruptos hayan notado merma alguna en sus cuentas corrientes en el extranjero. Ellos han podido disponer libremente de su dinero -¡faltaba más!-, mientras la mayoría de los argentinos veía secuestrados sus ahorros por el Estado -una curiosa forma de defender la propiedad privada- durante meses y meses, en el famoso corralito. Para que luego digan que el FMI no tiene cintura.

La pasada semana, los burócratas del Fondo han dictaminado que en España deben suprimirse las cláusulas de garantía salarial y recortarse las pensiones, echando así una mano al Ministerio de Economía y al Banco de España, que llevan tiempo ya embarcados en esa cruzada. Lo más gracioso es que critican las mencionadas cláusulas como "la herencia de un pasado inflacionista", en un momento en que la inflación se sitúa en el 4%. Ahora, Aznar ya tiene a quien echar la culpa si no logra su paranoico "déficit cero": los trabajadores y los pensionistas. Vamos, el delirio.

El problema es que los burócratas del FMI viven de espaldas a la realidad, cómodamente instalados en una ideología trasnochada. Como señala Stiglitz, la ciencia reconoce las limitaciones del conocimiento, pero la ideología no. Y apunta a continuación: "el FMI jamás quiere discutir las incertidumbres asociadas con las políticas que recomienda, sino que prefiere proyectar una imagen de infalibilidad". O sea, sostenella y no enmendalla.

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