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Columna
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Recordatorio

¿Qué es más fácil, recordar u olvidar? Las víctimas de cualquier forma de violencia suelen decir que el recuerdo del dolor es sencillo. Tanto que se vuelve espontáneo, automático. Cuando no obsesivo, omnipresente, unánime. Como una inundación. Sólo eso, invadiendo, ocupando, comiéndose el espacio de las demás emociones. Para las víctimas lo verdaderamente laborioso es el olvido.

Sobre todo para las víctimas del terrorismo doméstico. Cómo olvidar cuando los sentimientos se entrelazan y se confunden: el verdugo es alguien a quien se quiso o se deseó, en quien se confió, con quien se compartieron proyectos y esperanzas. Cuando se pervierten las referencias espaciales: la propia casa es la cárcel o el infierno. Cuando se ha convivido largamente con el miedo: esta violencia no es puntual, sino latente y continuada. Cuando al dolor se le mezclan culturalmente la culpa y la vergüenza; y socialmente, la sospecha o la indiferencia.

Pero fuera del apretado círculo de las víctimas olvidar el dolor parece muy fácil. Tanto que hemos convertido el calendario en un recordatorio. Día del hambre, del sida. Día -25 de noviembre- de la lucha contra la violencia de género. Conmemoramos porque olvidamos -¿por qué si no?- que en nuestro país, en lo que va de año, 70 mujeres han sido asesinadas por sus (ex) compañeros. Que en el mundo, ahora mismo, millones están siendo maltratadas, violadas, mutiladas, silenciadas a la fuerza, casadas contra su voluntad, explotadas sexualmente.

Lo recordamos porque lo olvidamos, y porque debe de parecernos importante no olvidarlo. Entonces, por qué olvidamos que la discriminación sigue siendo la norma -¿dónde están los escrupulosos constitucionalistas en femenino?-, que por el mismo trabajo las españolas siguen cobrando hasta un 30% menos que sus compañeros. Que hay comisarías que siguen sin saber abordar correctamente una denuncia por malos tratos. Que en ocasiones hay que fiscalizar a jueces y juzgar a fiscales escandalosamente sexistas. Que las irundarras no tienen los mismos derechos que sus conciudadanos. Que las españolas hemos pagado con nuestros impuestos la visita de un mandatario extranjero para ver cómo les negaba el saludo a cargos institucionales de primer orden únicamente porque eran mujeres. Que sacar adelante una denuncia por acoso sexual significa aún dejarse la piel o la reputación o el puesto o el equilibrio mental en el intento.

Supongamos ahora que no le ponemos remedio a lo anterior porque lo olvidamos. Y ¿por qué lo olvidamos? Porque todo, en un mundo esencialmente sexista como el nuestro, fomenta el olvido. Bueno, entonces ¿por qué lo recordamos? En cada periodo electoral, en la pleamar de cada nuevo atentado doméstico, o cada 25 de noviembre. ¿Por qué con un lazo blanco, como una página limpia donde escribir una historia distinta?

Creo que la razón es que el vaivén del recuerdo al olvido permite la ilusión. Del lado del recuerdo, la ilusión inmovilista -porque apacigua, entretiene, distrae- de que la causa de la igualdad femenina avanza, cuando en realidad -a lo citado me remito- lleva tiempo estancada, resbalando a peor. Y del lado del olvido permite la ilusión de la inocencia. De nuestra inocencia. Nos deja despistarnos, hacer que no sabemos que la compañera de trabajo gana un cuarto menos que nosotros. O que apoyamos a sindicatos que discriminan -véase Fontaneda-, o a partidos que excluyen a las mujeres de algo tan elemental como una fiesta. O que ése al que saludamos en la escalera o en el club es un maltratador o un dudoso turista sexual.

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Habría que forrar las calles, los portales, los lugares de trabajo y de ocio, con esos recordatorios. Para impedir el olvido, su coartada. Para que cada cual, conscientemente, se enfrentara con lo suyo. Quiero decir con su responsabilidad en la persistencia del sexismo; o en el cambio.

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