'Angelus novus'
A pesar de estar lleno de vida o justamente por eso, Walter Benjamin se suicidó en 1940. Europa era una devastación, el terror anegaba el continente y un viento huracanado que procedía del paraíso derribaba y expulsaba al ángel de la historia, un ángel que batía inútilmente sus alas, de espaldas al porvenir. A pesar del tiempo transcurrido aún recordamos a Benjamin como uno de los pensadores más originales: sutil, dotado de una sabia intuición con la que contemplar el mundo. La mayor parte de sus escritos son ensayos breves, evaluaciones de un entorno que se disuelve en el momento mismo de ser observado. Benjamin ha callejeado y ha visto cosas que le sirven como acicate, el Angelus novus, de Paul Klee, por ejemplo; reúne impresiones, reminiscencias y nos deja escrutinios, iluminaciones. El 20 de noviembre de 1931, en Die Franfurter Zeitung, publicaba uno de dichos textos. Lo tituló El carácter destructivo. Sin aludir a nadie en particular, Benjamin trazaba una radiografía psicológica, pero sobre todo trataba de la destrucción como la tarea a que se aplican con denuedo ciertos individuos dañinos. Permítanme releer dicho ensayo extendiendo el efecto, la palabra y el sentido originarios, llevándolo más allá de la letra, pero valiéndome de su guía, de su iluminación.
Los tipos destructivos se creen jóvenes y no carecen del sentimiento de la alegría, decía Benjamin, porque la destrucción tonifica al erradicar lo que se juzga sobrante, porque la destrucción simplifica el mundo mal hecho, ése por el que aquellos caracteres sienten una desconfianza invencible, convencidos como están de que su operación le devolverá su prístina o su secreta o su venidera armonía. No se interrogan sobre lo que va a ocupar el lugar de lo destruido, sobre aquello que lo reemplazará, y se solazan con goce en el abismo o en el vano que provocan. Hacen sitio, despejan, y donde otros tropiezan con muros o con personas, ellos sólo ven espacios vacíos, la quirúrgica amputación. Hacen escombros de lo existente y se abandonan a la ensoñación del camino calcinado. No es la suya la tarea dolorosa de una soledad creadora, sino que es la labor arrogante de quienes se exhiben ante gentes que testimonien su eficiencia destructiva o que celebren su arrojo temerario o que se asombren de su capacidad para infligir daño. Por eso, aquellos tipos quieren estar expuestos a la mirada atónita e intimidada de sus observadores, de sus víctimas, y a las habladurías asombradas de quienes comentan esa gesta. Es fácil que no se les entienda y que no sea sencillo dispensar sentido a su acción. Da igual: los tipos verdaderamente destructivos no se arrepienten ni se empeñan en explicarse, porque saben que no les dañan ni su conciencia moral ni los malentendidos, y son los otros, sus espectadores, quienes se apresurarán a dotar de significado a aquello que no lo tiene. Simplemente, a los humanos corrientes nos cuesta concebir que el mal pueda ser arbitrario, que pueda realizarse de manera gratuita, expresiva, creativa incluso.
Esta descripción del tipo destructivo y esa viñeta que hago apoyándome en Benjamin las he visto reflejadas, corroboradas, en dos libros recientes que tratan del terrorista como personaje y como carácter. El primero ellos lleva por título Brigadas Rojas y está concebido por Rossana Rossanda y Carla Mosca como una larga entrevista con Mario Moretti, uno de sus líderes más sanguinarios. El tono que el terrorista quiere dar a su interviú es irritantemente intelectual, abandonándose incluso a ciertas pedanterías: detrás del hombre de acción, del ejecutor, del verdugo que creyó golpear el corazón del Estado, estaría el estudioso contrito, el sosegado analista del pasado, capaz de reconciliarse consigo mismo, capaz de captar las sutilezas cultas de sus interlocutoras. En sus páginas, por ejemplo, reaparece expresa y torcidamente empleada la figura del ángel de Benjamin. Desde luego, no hay de qué admirarse: ya hace años que Umberto Eco pudo mostrar las burdas inconsistencias del grupo, sus jactanciosos análisis, próximos -leemos en Sette anni di desiderio- a un folletín decimonónico de vengadores justicieros, argumentos pobretones de los que podríamos reírnos si esa novela no hubiese estado escrita con sangre. El otro volumen, sabiamente compuesto por Fernando Reinares, se titula Patriotas de la muerte y reproduce un buen número de declaraciones de gudaris. El tono de los machotes es aquí espantosamente bronco, inculto, chabacano, de una vulgaridad desoladora. No hay erudición ni refinamiento intelectual ni ángeles metafóricos que puedan hacer comparables las palabras de esos esforzados patriotas con las de Moretti. Sin embargo, más allá del activismo, lo que aúna a todos ellos, encarcelados o clandestinos, es el hecho de ser tipos verdaderamente destructivos: su falta de pesadumbre o de congoja o de piedad por las víctimas. Llama la atención lo poco que se conmueven por la sangre vertida, quizá porque no les pesa haber disparado a un hombre al que simplemente tomaron como símbolo o abstracción. Pero no menos sorprendente es el reducido número de esos malhechores que se han suicidado después de examinar y contemplar su desastrosa vida: tal vez, porque, como concluyera Walter Benjamin, el carácter destructivo, acorazado, persistente y hasta incurable, 'no vive del sentimiento de que la vida es valiosa, sino del sentimiento de que el suicidio no merece la pena'.
Pues bien, de esas víctimas a las que no prestan ninguna atención los verdugos vamos a hablar: de los damnificados, de los muertos o de los que han sobrevivido con cuerpos rotos y lacerados, de quienes están perseguidos o amenazados. Y lo vamos a hacer en la Facultad de Historia de la Universidad de Valencia. Son actos solemnes organizados por un grupo de estudiantes valientes y por la Fundación Broseta, actos patrocinados por las Víctimas del Terrorismo y con los que colabora el Departamento de Historia Contemporánea. Pero sobre todo son actos en los que van a expresarse los perseguidos sin metáforas consoladoras, aquellos para los que no hay piedad ni compasión en los relatos de los terroristas. Hablará un tipo especial de víctima: el que representan los universitarios vascos intimidados, exiliados, aquellos a quienes les ponen una diana en el encerado, aquellos a quienes les incendian el automóvil, aquellos a quienes amedrentan anónimamente con pasquines. Durante los días 7 y 8 de noviembre, profesores y estudiantes debatirán sobre la historia y sobre la tolerancia, sobre la crueldad, sobre la cobardía y sobre la esperanza. 'El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza -decía Walter Benjamin- sólo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza'. Pero el enemigo, este ángel exterminador, no vencerá.
Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.
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