Tintín en el país de la realidad
Los tintinólogos han sido siempre una especie muy particular. Hay individuos que conocen todas las lenguas que se hablan en El señor de los anillos o que son capaces de recitar de memoria todos los planetas que aparecen en La guerra de las galaxias. Pero los datos que puede acumular un apasionado de las aventuras del periodista belga del tupé imposible y los eternos pantalones de golf superan todo lo imaginable.
El británico Michael Farr es un claro ejemplo de ello. Nacido en París en 1953, trabajó para la agencia Reuters en varias capitales europeas y luego en el Daily Telegraph, diario para el que cubrió primero África y luego Europa del Este y la antigua URSS. Es autor de varios libros de viajes y política internacional. Pero eso es lo de menos, porque Farr es, ante todo, un tintinólogo, uno de esos tipos que saben que en el castillo de Moulinsart hay un cuadro de Sisley (El canal de Loing) porque aparece en la viñeta 10 de Stock de coke, o que, en 1979, un lector descubrió que existía una licencia de navegación de 1913 en Liverpool a nombre de un marino llamado H. J. Haddock.
'Esto que usted cuenta no es para niños... ¡Son los problemas del este asiático!', le espetó un general belga a Hergé, indignado por la postura prochina que mostraba en 'El loto azul'
Gusto por el detalle
Su último libro sobre el tema, Tintín. El sueño y la realidad, que será publicado la próxima semana en España por la editorial Zendrera Zariquiey, es una alucinante recopilación de todos los saberes que la más erudita tintinología ha ido acumulando a lo largo de décadas. Y además ofrece un punto de partida nuevo: el secreto de la inmortalidad del personaje, su capacidad de fascinación, no está sólo en las historias de aventuras, ni en las retahílas de insultos del capitán Haddock, ni en sus excelentes dibujos de línea clara; lo que convierte a Hergé en un dibujante y narrador único es la minuciosidad con la que reflejó la realidad, su gusto por el detalle.
Farr tuvo acceso a los archivos personales de Hergé, al que entrevistó en 1979 cuando era corresponsal de Reuters en Bruselas, y comprobó que el dibujante belga almacenaba absolutamente todo. No sólo estaba suscrito a National Geographic, de donde sacaba paisajes, personajes o trajes exóticos, sino que además en su archivo se pueden encontrar miles de modelos: revistas de moda para los trajes de la Castafiore, maquetas de barcos, catálogos de museos... Todo en Tintín es real: los uniformes de los empleados del ferrocarril británico, los ídolos mayas, los aviones, los trenes, el castillo de Moulinsart, las motos; hasta el cetro de Ottokar está inspirado en un cetro polaco... Incluso el profesor Tornasol está inspirado en el científico Auguste Piccard, que batió varios récords de inmersión en el océano. Los surrealistas detectives Dupond y Dupont (Hernández y Fernández en la versión española) están calcados de dos policías con bombín, bigotes y paraguas que aparecieron en la portada del semanario francés Le Miroir. La genialidad de Hergé está en convertirlos en los memorables y torpes policías con los que se cruza Tintín en los rincones más insospechados del planeta.
Toda esta suma de detalles, de ideas, de imaginación desbordante tomada de forma obsesiva de la realidad (un realismo que compartieron otros autores de tebeos, como Hugo Pratt con su Corto Maltés), provocó lo imposible: que un personaje nacido el 10 de enero de 1929 en el suplemento infantil de un diario católico y conservador belga, Le Petit Vingtième, de la mano de George Rémi Hergé (1907-1983), se convirtiese en uno de los iconos del siglo XX. 'Tintín es, para mucha gente, sinónimo de cómic, y los 23 álbumes de sus aventuras son los únicos tebeos que atesoran en sus bibliotecas', escriben Ignacio Vidal-Folch y Ramón de España en El canon de los cómics. 'No van errados: son los mejores de la historia. También son los más populares. Se han vendido aproximadamente 180 millones de álbumes en 40 idiomas'.
Farr estudia, uno a uno, todos los álbumes de Tintín, tanto en sus primeras versiones en blanco y negro como en las posteriores en color, en las que Hergé cambió decenas de cosas. Lo mezcla con datos biográficos de su creador, con la situación política del momento, y lo aliña con los detalles más insólitos. Y demuestra así otro de los secretos de Tintín: que se fue forjando a la vez que los cómics (cuando apareció por primera vez, este lenguaje estaba en pañales en Europa), el cine y la expresión gráfica. La evolución como creador es alucinante: desde la torpeza en los monigotes y las historias de Tintín en el país de los soviets (1929) hasta la perfección técnica y la genialidad de sus tebeos posteriores.
La profundidad de estas historias, 'recomendadas para jóvenes de 7 a 70 años', como solía decir Hergé, fue captada muy rápidamente y no sólo por su enorme éxito comercial. 'Esto que usted cuenta no es para niños... ¡Son los problemas del Este asiático!', le espetó un general belga a Hergé, indignado por la postura prochina que mostraba en El loto azul. 'A los jóvenes les seduce la farsa, la comedia, la aventura. Los adultos ven, además, una sátira política, una parodia de la realidad, juegos de palabras, un arte de la anticipación', señala Farr.
Distintas versiones
Hergé siempre estuvo muy pendiente de la realidad y de la sensibilidad de sus lectores. Y eso se ve especialmente cuando pasó a color la mayoría de sus primeros álbumes. Por ejemplo, en el segundo volumen, Tintín en el Congo (1930) -que le valió una lluvia de acusaciones de racismo y de colonialismo-, había una serie de viñetas en las que el periodista intentaba cazar un rinoceronte. Al final lo hacía saltar por los aires con una carga de dinamita que no dejaba ni el cuerno. En la versión coloreada posterior, editada en 1946, Tintín simplemente tiene un encuentro en la sabana con el rinoceronte, que logra escapar sano y salvo. Fueron los editores escandinavos los que insistieron en que el animal no fuese masacrado. Sólo un detalle se le resistió a Hergé: hasta el último álbum terminado, Tintín y los pícaros (1973), no libró a su personaje de los pantalones de golf para vestirlo con unos sencillos vaqueros. Los detalles cambiaban constantemente, pero las esencias permanecían. Por eso, más de 70 años después de su creación, millones de personas siguen leyendo a Tintín en todo el mundo, y escritores como Farr logran que el desmenuzamiento del mundo Hergé sea apasionante.
¿Por qué el joven reportero no luchó en la resistencia contra los nazis?
EL MUNDO DE HERGÉ nunca ha dejado de levantar pasiones, pero también justificadas suspicacias. Su autor era conservador y católico, pero también un convencido europeísta. El primer álbum, Tintín en el país de los soviets, es un duro alegato contra el estalinismo (a la postre se demostró que tenía razón), pero el racismo que destila el viaje al Congo del periodista, en el que ignoraba las miserias de la salvaje colonización de Leopoldo II, no tiene ninguna justificación. Pero los verdaderos problemas se plantean cuando se produjo la ocupación alemana de Bélgica durante la II Guerra Mundial. Hergé no fue nunca partidario de Hitler, aunque, curiosamente, Leon Degrelle, el nazi belga que murió en España sin arrepentirse jamás de su pasado, tuvo un papel importante en el nacimiento de Tintín: le enviaba a Hergé cómics desde Estados Unidos. 'Fue una desgracia que este hombre, aunque indirectamente, tuviera algo que ver con la creación de Tintín y resulta irónico que Tintín sea precisamente un infatigable defensor del débil y del oprimido y adversario de todas las formas de totalitarismo', escribe Farr. Y pone ejemplos: el malo de La isla negra, publicado en 1937, es un científico alemán que falsifica moneda. Sin embargo, bajo la ocupación, Hergé accedió a publicar en un diario controlado por los nazis, Le Soir, y borró de sus historias las referencias a la actualidad. No fue nazi, pero tampoco fue precisamente resistente. 'En un momento, el chico reportero debió haber cruzado a Francia para combatir con los resistentes, haber ido a Inglaterra para ayudar en la lucha contra los nazis o, al menos, haber escondido a judíos. Pero Hergé prefirió quedarse en Bélgica y trabajó en un diario colaboracionista', escribe Martin Bright en The Guardian en la crítica que hizo al libro de Farr.
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