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LA CRÓNICA
Columna
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El ángel del Apocalipsis

Mi abuela, mujer devota y de recursos narrativos, me relataba un milagro de san Vicente Ferrer. Contaba ella que estando el santo valenciano de estudiante en Barcelona y habiendo realizado multitud de milagros, fue llamado al orden por el prior del convento, quien lo conminó a dejar de hacer tantos milagros para evitar tumultos y excesos. El futuro santo acató la orden y continuó con su prédica barcelonesa, pero renunciando a la promoción taumatúrgica. En éstas se hallaba, caminando por la ciudad, cuando un albañil cayó de un andamio y se precipitó al vacío. El desafortunado currante gritó un desesperado socorro que impulsó a Vicente a actuar. Elevó su brazo determinante y frenó la caída de aquel hombre: 'Espera', le dijo, 'que voy a pedir permiso', y abandonó al infeliz suspendido en el aire, a medio camino del trompazo final. Vicente se fue al convento y rogó el permiso para finalizar el milagro que tenía a medias, permiso que le fue concedido. El santo regresó, y con un ligero movimiento consiguió descender al accidentado y colocarlo suavemente en la calzada, como si el tropiezo no hubiera existido. En este punto, mi abuela me administraba un calbot y yo volvía a mis tebeos de superhéroes henchido de orgullo cristiano. Con el tiempo y el reconocimiento, Vicente fue nombrado patrono del ramo de la construcción, especialidad en permanente peligro laboral.

Siempre hablamos de los conversos como de 'ellos' en lugar de 'nosotros', cuando la gran mayoría somos sus descendientes

Los milagros de Vicente Ferrer son uno de los grandes fenómenos que la cristiandad ha aportado a la historia de la humanidad. En vida su popularidad fue exorbitante y su santidad posterior se vio aumentada por la devoción y la leyenda. La editorial Bromera en catalán y Agbar en castellano han publicado San Vicente Ferrer. Vida y leyenda de un predicador, del escritor, antropólogo y profesor Joan Francesc Mira. Lujosamente editado, el libro nos acerca a la inconmensurable figura de un hombre que va más allá del santoral. Mira explica, desde una distancia laica y una curiosidad de compatriota, la vida de 'mestre Vicent'. Con una prosa efectiva desmenuza la leyenda de la historia, para afirmar que el santo europeo de Valencia es tan fascinante y extraordinario como su propio mito.

El valenciano fue un orador arrollador, pero también un hábil político, un mediador efectivo en los conflictos, un hombre de paz, reclamado en todas partes por sus dotes de persuasión. Tal era su capacidad de convicción que en sus sermones incluso los rabinos caían de rodillas fulminados de cristianismo. Aunque los conversos voluntarios lo eran fundamentalmente para evitarse la administración forzosa del sacramento por la masa enfervorecida; moros y judíos veían la luz de la cristiandad de forma súbita como un modo de supervivencia.

Siempre hablamos de los conversos como de 'ellos' en lugar de 'nosotros', cuando en realidad la gran mayoría somos sus descendientes. La historia siempre nos los presenta como los otros, los incorporados a la cristiandad unificadora. Sin embargo, nuestros apellidos nos delatan, como una divisa secreta. Quizá si nos reconociésemos en esa conversión pretérita veríamos de otra manera las cosas y, sobre todo, a las personas.

La Europa de Vicente Ferrer es la de la segunda mitad del siglo XIV y el primer tercio del XV, una Europa agotada por la Peste Negra, donde la mayoría cristiana vivía asustada y todo se interpretaba como un símbolo de la traca final. En la histeria y el pánico de una sociedad diezmada por la enfermedad, se erigía Vicente como ángel del Apocalipsis, como pico de oro del fin del mundo. Ejemplo de virtud consciente, conformada y guerrera, Vicente Ferrer escenificó y verbalizó la destrucción total de la humanidad, y lo hizo ante miles de europeos que lo escuchaban enganchados al temor de Dios.

Contemporáneo de Fra Angélico, dominico y apocalíptico como él, Vicentet fue un comunicador nato. Era partidario de matar judíos, pero no con la daga, sino con la palabra, cosa que vista de lejos no está tan mal. La palabra como única arma autorizada no es mal presupuesto. El santo tenía el don de lenguas, hablaba en vulgare cathalonico y le entendían en todas partes. ¡Qué tiempos!

Los sermones vicentinos tenían un público enorme, hoy llenarían estadios , pero hay que confesar que el personal no cristiano debía pagar una multa si no asistía a los mítines. Así que pasaban lista y aquello debía de ser el nunca acabar de la adhesión inquebrantable, un exitazo.

Exceptuando a la Virgen María, nadie supera a san Vicente en capacidad milagrosa, encabeza la clasificación de los taumaturgos con todo merecimiento. Y no parece que vaya a perder el puesto, porque los tiempos actuales son puntillosamente científicos y la Iglesia ya no santifica con aquella alegría. Para el clero de hoy el milagro se circunscribe a su propia existencia.

Nuestro santo se hizo con reyes y papas, pero jamás buscó cargos ni poder. Su vida, a medida que avanzaba, se fue inclinando hacia la predicación. Viajaba a lomos de un burro y tenía una agenda repleta de compromisos. Intolerante convencido de la existencia del bien y del mal, falleció en Vannes, en la Bretaña, exhausto de proclamar la inminencia del Juicio Final.

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