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Reportaje:LA POSGUERRA EN AFGANISTÁN / 5

LAS HERIDAS ABIERTAS

Con la salida de los talibanes, los afganos han recuperado la paz, por precaria que sea. La justicia tardará más en llegar. Dos décadas largas de guerra han dejado muchas heridas abiertas, la más grave de las cuales es, sin duda, la desconfianza interétnica. Abordar los agravios puede encender de nuevo la violencia. Sin embargo, las cuentas pendientes suponen un lastre para la reconstrucción en un país con cuatro grupos étnicos principales y hasta una veintena de minorías

Ángeles Espinosa

Alas afueras de Mazar-i-Sharif, los restos humanos que testimonian los excesos de la última batalla se superponen a una fosa común anterior. Los más recientes pertenecen a talibanes víctimas de la Alianza del Norte; los anteriores, a hazaras víctimas de los talibanes. Su descubrimiento revela una de las heridas más profundas que han dejado dos décadas de guerra en Afganistán: la desconfianza entre los distintos grupos étnicos que conforman el país. Los señores de la guerra usaron esa carta para reclutar sus ejércitos particulares. El régimen talibán exacerbó las diferencias. Ahora, el nuevo Gobierno de Kabul afronta al reto de la reconciliación nacional, pero su poder es tan frágil que el presidente Hamid Karzai ha anunciado que primero será la paz, y luego, la justicia.

Nur: 'Cuando se fueron los talibanes, los de la Alianza del Norte violaron a nuestras mujeres'
Tremblay: 'No se puede castigar a toda la comunidad pastún, tal como desearían algunos tayicos'

'No estamos aquí por culpa de la sequía', aclara enseguida Mohamed Nur, 'vinimos porque cuando se fueron los talibanes, los soldados de la Alianza del Norte robaron nuestras casas y violaron a nuestras mujeres'. Nur es pastún. Regentaba una tienda de ultramarinos en Genghori, cerca de Mazar-i-Sharif, al norte de Afganistán, en una región de mayoría uzbeca. 'No tenía problemas económicos', asegura. Tras caminar durante un mes cruzando todo el país, llegó al campo de refugiados de Al Akhtar, en Spin Boldak, al sureste, la zona pastún por excelencia. No le queda nada. A su lado, su segunda mujer. La primera, una tayika, fue secuestrada. Su hermano resultó muerto.

No es un caso aislado. Los relatos de violencia contra pastunes en el norte de Afganistán son consistentes. Por eso, en un momento en que refugiados y desplazados internos vuelven a sus casas, muchos miembros de esa etnia hacen el camino inverso, como Nur, o simplemente esperan. A pesar de constituir el grupo mayoritario (entre el 38% y el 45% de la población afgana), suponen menos de un tercio de los 1,3 millones de refugiados que han regresado al país tras la salida de los talibanes. 'Y sólo se están reasentando en las provincias de mayoría pastún', apuntan fuentes humanitarias.

'Los pastunes no tienen nada que temer porque son parte de Afganistán, son afganos', afirma con convicción Ahmad Suleiman, vicedirector de policía en Kabul. 'Fueron los talibanes los que dividieron el país según las nacionalidades', defiende este tayico que ha alcanzado su puesto por su pertenencia a la Alianza del Norte, la agrupación de milicias liderada por los tayicos de Jamiat Islami, que combatió a los talibanes hasta el final. Pero los hechos desmienten sus palabras.

Los pastunes alumbraron a los talibanes y el resto de los grupos étnicos y tribales les asocian ahora con ese régimen represivo. Sin embargo, debajo de ese pretexto inmediato subyacen también recelos históricos. Desde que en 1747 Ahmed Shah Durrani lograra gobernar gran parte de lo que hoy es Afganistán, pastunes de una u otra tribu han llevado las riendas políticas del país. Hasta la invasión soviética y el caos de la guerra civil. En el Norte se añaden, además, agravios económicos. A finales del siglo XIX, el emir Abdul Rahman trasladó allí algunas familias pastunes para evitar que contestaran su reinado, pero se aseguró de que quedaran bien instaladas. Todavía hoy tienen las mejores tierras de regadío de la zona. Los talibanes siguieron su ejemplo cuando lograron el poder.

A las afueras de Balkh, la ciudad donde nació Zoroastro, el río Mustak enlaza un rosario de aldeas uzbecas, tayikas, pastunes y árabes. El cauce es una muestra de la diversidad étnica que configura Afganistán y de la escasa interacción entre los diferentes grupos. Sólo se mezclan de verdad en las ciudades. 'Vea cómo corre el agua; este año no nos ha faltado, antes los talibanes la desviaban para su gente', asegura un campesino tayico en Isarak mientras señala una aldea pastún próxima.

'La identidad étnica puede determinar el acceso individual y de la comunidad a los bienes y servicios', alerta un reciente informe de la Universidad Tufts, de Boston. Pero en la comarca de Balkh, una isla de mayoría pastún en un mar de uzbecos y tayicos, los casos de discriminación se trufan con historias de horror sobre delaciones, rencillas vecinales y cuentas pendientes a lo largo de varias generaciones. Los pastunes, que prosperaron bajo los talibanes, se han convertido ahora en el objetivo.

'Es cierto que ha habido colaboracionismo, pero no se puede castigar a todo un grupo étnico por ello, tal como desearían algunos tayicos', declara Philippe Tremblay, del Comité Internacional de la Cruz Roja. Este organismo está preocupado por las venganzas contra los pastunes.

'No soy un simpatizante de los talibanes', se defiende Nur, 'he tenido que abandonar mi casa dos veces, primero cuando llegaron los talibanes y ahora con los tayicos'. Nur no está satisfecho con el resultado de la Loya Jirga (Gran Asamblea) celebrada el pasado junio. 'No es suficiente con tener a un pastún en un puesto simbólico como Karzai; mientras siga rodeado de gente de la Alianza del Norte continuarán los abusos contra nuestra gente', manifiesta preocupado.

No es el único. Entre la comunidad hazara también hay un sentimiento de incertidumbre. Hayi Kazemi Yasdani, un respetado intelectual hazara, expresa satisfacción y esperanza por la caída del régimen talibán, pero descontento por la infrarrepresentación de los suyos. 'Bonn no fue justo, aunque lo aceptamos por respeto a la comunidad internacional', afirma, convencido de que la Loya Jirga no ha corregido el desequilibrio. 'Todo lo que esté por debajo del 20% resulta insuficiente', explica, haciéndose eco de una reivindicación histórica.

Los hazaras son, sin duda, el grupo étnico peor tratado por la historia reciente de Afganistán. Su fe en la rama shií del islam (frente a la suní que siguen la mayoría de los afganos) les convirtió en herejes a ojos de los rigoristas talibanes. Durante su mandato, hasta 10.000 hazaras fueron asesinados y enterrados en fosas comunes sólo en los alrededores de Mazar-i-Sharif, según diversas organizaciones humanitarias. La represión fue aún más dura en la provincia de Bamiyán, en el centro del país, donde convivían con los Budas Gigantes hasta que los destruyeron los seminaristas islámicos.

Pero ése era un régimen de extremistas condenado por su brutalidad. Ahora, las nuevas autoridades tienen el respaldo internacional y los excesos que se puedan cometer bajo su mandato salpican a sus mentores. 'Ya no queda un solo pastún en el Norte. Todos han sido asesinados o han huido como nosotros', denuncia un vecino de Nur que ha llegado al campamento hace seis días. El miedo le hace exagerar.

'Se ha producido un grave hostigamiento étnico, pero no limpieza étnica', precisa Philipo Grandi, responsable de operaciones para Afganistán del ACNUR. Grandi no esconde su inquietud por la situación en el norte del país, donde la mayoría pastún es minoritaria. 'Aunque mucha gente está regresando, los pastunes aún no se sienten lo bastante seguros para volver', admite.

Y, sin embargo, a algunos no les queda más remedio que hacerlo. 'Sí, hemos oído cosas, pero no teníamos nada en Pakistán y hemos decidido regresar', explica el patriarca de los Gholam, en Herat, después de siete días de viaje. Se dirigen a una aldea cercana a Maimana, donde dejaron algunas tierras cuando huyeron hace nueve años. 'Esperamos que el Gobierno nos ayude', declara, sin mucha convicción. Aún les quedan tres días de camino.

Más al norte, en Mazar-i-Sharif, Shafiq Safi confirma las palabras de Grandi. 'Sí, hemos tenido problemas con los uzbecos tras la salida de los talibanes, aunque ahora estamos mejor', reconoce este pastún, cuya casa fue saqueada el pasado diciembre. Todavía recuerda con viveza los detalles:

'Volvíamos a Balkh tras pasar el fin de semana con mi hermana aquí en Mazar. Al llegar a la estación de autobuses, la gente nos paró y nos dijo que no siguiéramos porque los soldados uzbecos nos podían atacar y robar por ser pastunes. Dejé a mi mujer y mis hijos con mi hermana y me dirigí a mi casa. Un amigo que habla uzbeco me acompañó. Cuando llegamos, ya habían robado la mayoría de nuestras cosas. Al poco vino otro grupo de soldados. Mi amigo les dijo que era su casa, que allí no vivían pastunes, pero no le creyeron. Uno de ellos me apuntó con su fusil y me amenazó de muerte para que le entregara el coche'.

Safi fue a denunciar lo sucedido a la comisaría del distrito. 'Todos eran uzbecos. Encontré a un periodista extranjero y traté de contarle mi historia, pero uno de los policías vino y me conminó a que dejara de hablar con él', rememora impotente. Los Safi no han vuelto a su casa de Balkh. Shafiq decidió quedarse en Mazar, donde ha encontrado trabajo y se siente más seguro. Sin embargo, aún no ha comprado nuevas alfombras, el ajuar básico de cualquier casa afgana. 'Lo haré cuando se consolide la paz', declara precavido.

'Hace 10 años la etnicidad no constituía un tema de conversación', asegura el doctor Khaled Sadiq. El joven Husein, un shií de la minoría árabe (la mayor parte de los shiíes afganos son hazaras), lo confirma de forma implícita. 'Cuando los talibanes llegaron a Mazar hace cuatro años y empezaron las matanzas de hazaras, tuve que preguntarle a mi padre quiénes eran los hazaras', admite este muchacho de 18 años y familia de comerciantes acomodados. Hoy, ha dejado de ser irrelevante.

'No es un problema entre la gente normal. Sólo los políticos lo explotan para ganar adeptos en vez de promover la unidad del país', asegura Abdul Fatah Nur Said, un ex oficial del Ejército de 53 años que ha representado a los refugiados de Peshawar en la Loya Jirga. Faizal Jamal, profesor de Derecho de la Universidad de Kabul, coincide con él. 'Todos somos afganos', subraya.

Por ahora, Nur no está dispuesto a regresar a su tierra 'a menos que se resuelva el problema étnico y se lleve a cabo el desarme previsto en los Acuerdos de Bonn'. En la radio, que de nuevo vuelve a emitir música, el cantante de turno repite un estribillo machacón: 'Somos un solo pueblo'.

Mañana: Karzai contra los 'señores de la guerra'.

Refugiado en su propio país, el pastún Mohamed Nur (a la izquierda) relata las vejaciones de que ha sido objeto en el norte de Afganistán.
Refugiado en su propio país, el pastún Mohamed Nur (a la izquierda) relata las vejaciones de que ha sido objeto en el norte de Afganistán.HEIKE SCHÜTZ

Sombras de sospecha

'Sólo se habían registrado tres de los cinco camiones; fue un error', admite el general Fawzi. 'Pretendíamos concluir el registro, cuando un terrorista hizo estallar una granada; así empezó la rebelión', recuerda el responsable de Qala-i-Janghi, a las afueras de Mazar-i-Sharif. El 'terrorista' era un talibán o un miembro de Al Qaeda del medio millar apresados en Kunduz. El 24 de noviembre, fueron trasladados a esa ciudadela del siglo XIX que no reunía condiciones. Conocedores del lugar, que habían controlado hasta pocos días antes, los talibanes se hicieron con la armería. 'Vinieron refuerzos, pero eran rechazados', relata el militar en el lugar donde 'asesinaron al americano', John Spann, uno de los dos agentes de la CIA que interrogaban a los prisioneros. Durante una semana, el motín fue reprimido a sangre y fuego por las fuerzas del general Dostum (Alianza del Norte) y sus aliados estadounidenses. Sólo sobrevivieron 76 prisioneros, entre ellos John Walker, el talibán estadounidense. El general Fawzi niega que se tratara de una matanza. 'Los terroristas nos atacaron de forma brutal', asegura. 'Fue uno de los combates más duros que he visto. No temían por sus vidas', subraya. Tras los intensos bombardeos estadounidenses, en los que el propio Fawzi estuvo a punto de perder la vida, los amotinados aún resistían en los sótanos de uno de los edificios del patio. 'Lo inundamos'. El comandante se niega a mostrarme esos bajos. 'Es peligroso', zanja sin aclarar si aún hay munición sin explotar o restos comprometedores.

Mañana: Karzai contra los 'señores de la guerra'.

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Sobre la firma

Ángeles Espinosa
Analista sobre asuntos del mundo árabe e islámico. Ex corresponsal en Dubái, Teherán, Bagdad, El Cairo y Beirut. Ha escrito 'El tiempo de las mujeres', 'El Reino del Desierto' y 'Días de Guerra'. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense (Madrid) y Máster en Relaciones Internacionales por SAIS (Washington DC).

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