Camas revueltas
Dentro de una película puede haber gracias o la película en sí tener gracia, ser graciosa. En uno y otro caso, el suceso cómico es un vuelo imaginativo libre y divertido, pero menor, un flujo que puede (y suele) ser pasajero, momentáneo, una viva pincelada de simpatía efímera. En cambio, eso que llamamos gracia experimenta una mutación y adquiere otra (mucho más consistente) naturaleza cuando deja de ser una volátil chispa y se eleva a fuego, a estado, pues el aire libre de un estado de gracia inunda todo el filme, se cuela por sus rendijas y le llega hasta la médula, elevando sus chistes y sus ocurrencias al rango superior de humor. Y ese proceso de elevación de la chispa a hoguera o de la gracia a humor es lo que convierte a El otro lado de la cama en cine vivo, importante, de gran calado, lleno de gracias pero más que gracioso.
EL OTRO LADO DE LA CAMA
Dirección: Emilio Martínez Lázaro. Guión: David Serrano. Intérpretes: Ernesto Alterio, Paz Vega, Guillermo Toledo, Natalia Verbeke, Alberto San Juan, María Estévez. Género: comedia. España, 2002. Duración: 114 minutos.
Se tiene la impresión de que el insólito esplendor de la pantalla de esta gozosa película arranca de un balbuceo, con alguna timidez, como si tantease con cautela y cuidado, casi de puntillas, un territorio no bien explorado, pues los precedentes -lejanos y cercanos, desde Joseph L. Mankiewicz y Jacques Demi a Woody Allen y Alain Resnais- no bastan, pues no crearon camino. Pero, poco a poco, la luminosa pantalla de El otro lado de la cama adquiere condición de tierra firme gracias a un guión muy bien construido, dialogado y medido por David Serrano, que permite desarrollar ágiles y vivísimos trazados de situaciones e imágenes movidas por un puñado de personajes tocados de gracia, que, admirablemente interrelacionados por Emilio Martínez Lázaro, se erigen en creadores de una secuencia calculada y exacta, pero llena de inmediatez, fluida, imprevisible, estudiadamente espontánea.
El hábil juego, el delicado y elegante tono de comedia -como otras veces, magistralmente compuesta y conducida por Martínez Lazaro, que da un curso de sabiduría de su oficio y de sagacidad para extraer de él rincones inéditos de su voluntad de estilo- se llena de músicas visuales que, de pronto, se hacen músicas sonoras, cristalizando en una media docena de canciones, o de brotes escénicos cantados, sin ruptura de secuencia, que los intérpretes no fingen cantar, sino que logran la hazaña de decir musicalmente o de balbucir melódicamente, convirtiendo la canción en un giro coloquial y en una zona de confluencia entre palabra y música o, si se quiere, entre música oculta y música explícita. Y la cautivadora comodidad, la contagiosa sensación de confortabilidad que expulsan hacia la sala los maravillosos intérpretes jugadores de este doble juego de músicas cantadas y vividas, es lo que hace de él un hallazgo que parece, sin serlo, inventado allí, estallando en idas y venidas llenas de frescura.
En la preciosa escena donde estalla, sin vuelta atrás, la canción de Las chicas son guerreras la pantalla se inunda del humo invisible de un encanto y una alegría que ya no desaparecen y que persisten en todo el delicado e irresistible bienestar que transmiten, sin la menor sensación de esfuerzo, como si respirasen lo que minuciosamente elaboran Paz Vega, Guillermo Toledo, Natalia Verbeke, Alberto San Juan, Ernesto Alterio y María Estévez, que actúan -sostenidos por un entramado de intérpretes de personajes episódicos sabia y astutamente intuidos y abocetados por Serrano y Martínez Lázaro- en ese estado de gracia que define el filme y que se prolonga en incontables curvas del itinerario de este puñado de gente guapa, abierta y algo atolondrada, un divertido trenzado de parejas cruzadas bajo sospecha de cuernos y cuernos insospechados, que tienen lugar en el otro lado, el revuelto y oscuro, de la cama, entre la caricia y el disparate, entre buenos acordes y mejores desafinamientos.