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El nuevo roquismo

Francesc de Carreras

Para conocer las claves de la política catalana durante los próximos años, cada vez resulta más interesante observar la actuación política de Artur Mas y los cambios que está imprimiendo a la estrategia de Convergència. Las tensiones internas de la formación que dirige, previas a su voto favorable a la Ley de Partidos, son una clara expresión de estos cambios.

Hagamos un poco de historia para poder entenderlos. Situémonos en el último ciclo electoral: en el periodo comprendido entre las elecciones locales de mayo de 1999 y las generales del marzo siguiente, pasando por las autonómicas de octubre. En aquellos tiempos, Convergència era un partido oficialmente orientado hacia el soberanismo -¿recuerdan esa palabra?-, un partido que mostraba con orgullo las nuevas leyes de política lingüística y de selecciones deportivas catalanas como prueba de su fuerza y fidelidad a unas ideas, un partido que había firmado junto con el PNV y el BNG la Declaración de Barcelona, una alianza estratégica hacia un indefinido horizonte confederal.

Recuerden aquella foto: Pere Esteve, Arzalluz y Beiras, cogidos de la mano, sonrientes, triunfantes. Al mes siguiente, Arzalluz acordaba en secreto con ETA el Pacto de Estella, cuya rúbrica oficial coincidió -no por casualidad- con la segunda reunión de los tres líderes nacionalistas, que mediante otro documento daban un nuevo paso adelante en sus aspiraciones. Aquello no acabó nunca de convencer al siempre cauto Pujol, que se desmarcó apresuradamente haciendo aparecer un documento de tono muy moderado, elaborado por otro sector convergente, una fantasmal Fundación Barcelona de la que nadie sabía nada y de la que nunca más se supo.

Pues bien, el resultado de aquella descabellada operación fue electoralmente catastrófico. En las cuatro elecciones siguientes, celebradas en menos de un año, CiU perdió más de doscientos mil votos: el peor resultado de su historia. Pere Esteve, Felip Puig y la llamada ala soberanista de Convergència se dieron de bruces contra el país real, que estaba en otras cosas. Además, el PP obtuvo una amplia mayoría absoluta en las elecciones generales; ETA volvió a matar; el PNV sólo moderó su lenguaje en la semana anterior a las elecciones vascas, pero sigue atado al abertzalismo radical; el pintoresco populismo nacional-marxista de Beiras parece que retrocede. Y un último dato: Pujol no es tonto.

Su íntima colaboradora Marta Ferrusola expresó muy bien el dilema ante el que se encontraba el presidente: el corazón nos dice una cosa, pero el bolsillo otra. De acuerdo con su esposa y con Maquiavelo, optó, naturalmente, por el bolsillo: anunció que no se volvería a presentar a las elecciones, hizo cesar al bueno de Pere Esteve y nombró secretario general del partido, conseller en cap y sucesor a todos los efectos, al joven Artur Mas.

En absoluto se trataba de una simple sustitución de personas ni de una renovación generacional. Se trataba de un cambio de estrategia. El roquismo -¿recuerdan?- por fin había vencido. Pero para que ello sucediera el nuevo roquismo debía hacerse sin Roca. Pujol se fía de Mas, de Roca siempre había desconfiado. Se dice que Aznar tiene un gran sentido del poder: Pujol le supera.

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Desde que ocupa esta posición de sucesor, Artur Mas ha orientado su política en un triple sentido. En primer lugar, Mas ha optado por dejar de lado, como tema cotidiano, las reivindicaciones nacionalistas, aunque sin abandonarlas oficialmente. Lo dijo muy claramente en el debate de la frustrada moción de censura: negociaremos nuestras reivindicaciones en bloque, no por partes. Con ello evita el fatigante goteo victimista, ya tan gastado. En segundo lugar, Mas intenta poner orden en la caótica política de la Generalitat. La ineficacia de los sucesivos gobiernos de Pujol es ya demasiado conocida y supone un lastre excesivamente pesado. Como gestor, Pujol es pésimo: ni hace ni deja hacer. Dudo que Mas tenga tiempo de arreglar mucho las cosas, pero intentará dar una mejor imagen en cuanto a realizaciones y, sobre todo, proyectos futuros. Francesc Homs, como contable, le es de gran ayuda. Con todo ello, en tercer lugar, Mas pretende recuperar los votos perdidos de la última etapa, atraer de nuevo la confianza de sus tradicionales votantes moderados. Le queda un poco más de un año; si lo hace bien, está a tiempo.

Quizá el problema lo tenga Mas con algunos de los suyos, con los jóvenes nacionalista de su entorno y con un coro mediático crecientemente deprimido por las concesiones al PP. En política no se puede tener a todo el mundo a favor, en ciertos momentos hay que escoger; sin embargo, el poder, asegurarse el poder político, es una cosa que a veces une más que las ideas. Y en todo caso, siempre está Esquerra Republicana para recoger el voto de los descontentos. Pujol sabe, por experiencia, que un voto al partido de Carod nunca es para él un voto perdido. Todo lo contrario del inseguro voto de otros sectores: por ejemplo, aquellos que creen en la filosofía de fondo expresada en el reciente y famoso artículo del abogado Emilio Cuatrecasas, que refleja el sentir de un sector que puede, sin problemas, ser infiel a Convergència. Éste es el voto que se necesita asegurar.

El apoyo parlamentario a la Ley de Partidos tiene este trasfondo. En la época de Pere Esteve, cuando el ideal era ir por el camino del PNV, el voto convergente hubiera sido contrario. Hoy las cosas han cambiado. El pragmático Mas es un conservador: sobre todo quiere conservar a Convergència al frente de la Generalitat.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona

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