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Crónica:A pie de obra | TEATRO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Como un Torrente

Marcos Ordóñez

Uno. Esta semana he visto el Ubú rey del teatro de La Abadía, dirigido por Álex Rigola. El espectáculo es un taller con alumnos del centro, lo que en principio resulta adecuadísimo: Jarry planteó su farsa negra como un bromazo escolar, y Rigola ha querido recuperar el tono y las maneras de un 'fin de curso' desabrochado y salvaje, como si John Belushi y sus secuaces de Desmadre a la americana hubieran tomado por asalto la universidad para lanzar un fuego racheado de pedorretas y bombas fétidas.

Para acabar de redondear el símil, vi Ubú en sesión de tarde, con un público, que yo sepa, poco frecuente en La Abadía: una turbamulta de adolescentes. La pesadilla de cualquier actor, por cierto: la típica función 'de colegio' (risotadas, gritos, conversaciones ininterrumpidas de fila a fila, follón tentacular), centuplicada ante la certeza de que 'aquello' iba a ser poco menos que una orgía de sexo & drogas & rock'n'roll. No es difícil, de entrada, suscitar la complicidad adolescente: basta con encadenar barbaridades y meter música a todo trapo para hacerles salivar.

Si tuviera que trazar un gráfico de sus reacciones, diría que la línea roja alcanzó los cien grados en el minuto diez (batería tronante, Ubú enlazando alegres blasfemias, enculadas en cadena), empezó a bajar a medida que avanzaba la trama y las provocaciones se reiteraban, y, poco a poco, el jolgorio incontrolado ante la proliferación de tetas y culos, y la feliz hilaridad ante el tono bête et méchant de los chistes, dio paso a un silencio glacial -cero grados- cuando llegó el tercio final, rematado por el almuerzo desnudo, que decía San Bill Burroughs, del dolor, la tortura y la muerte en la mejor escena del montaje, la única memorable.

No otra cosa, imagino, pretendía Álex Rigola -la antigua fórmula del 'tiemble después de haber reído' preconizada por La Codorniz-, hasta el punto de que este Ubú hace pensar en una revisión punk del Saló de Pasolini contada por Torrente. Y como un torrente es el espectáculo, en su caótica amalgama de gemas que destellan un instante entre sus aguas para perderse luego entre gangas de aluvión. Es una propuesta apresurada, con clichés gastadísimos (los reyes de Polonia en clave mongoloide), con fórmulas estéticas de recuelo (hijas directas de Titus Andrònic) y otras escasamente desarrolladas (las intervenciones del espléndido Jordi Collet, casi un sosias del locutor de Doctor en Alaska), alternando con embestidas feroces y secuencias brechtianas (el horrorizado monólogo de la campesina, duplicado por una intérprete y mimado en parodia para sordomudos) hasta llegar a ese grand finale donde ya no hay risa que valga, donde el presunto erotismo se convierte en carne escarnecida, el Mal triunfa con abrigo de visón y la Muerte danza a los sones de Fly Me To The Moon.

Dos. A la salida de La Abadía no dejé de pensar en la sorprendente influencia que parecen haber ejercido el teatro y los 'ismos' de los años setenta en toda una serie de jóvenes directores que en aquella época dormían en el limbo de los justos: herencias intrauterinas de Godard y el Situacionismo (Roger Bernat); de los happenings del Living (Rodrigo García); de Carmelo Bene (Xavier Albertí), y del movimiento Pánico en Calixto Bieito y en Rigola, con la guinda, aquí, del Pasolini más helado y terminal.

Aureolado de modernidad transgresora, este Ubú podría ser muy bien la quintaesencia de un 'teatro independiente' imposible en su momento, o caernos, como un asteroide, desde un Festival de Nancy del Universo Paralelo. Dicho de otra manera: es tan 'antiguo', tan de los setenta, que quizá vuelva a ser moderno, nacido de una nostalgia furiosa por un tiempo no vivido y de una voluntad militante con la que agitar las aguas tibias y sosas del momento que nos ha tocado vivir.

Al espectáculo, desde luego, 'le sobran los motivos', como en la canción, pero le falta afinar la trayectoria de la bala y precisar el blanco. Mi impresión fundamental es que el montaje no acaba de bajar; que toda la energía y la mala leche que Rigola ha inyectado en sus jóvenes y notables actores no 'pasa la corbata' salvo en contados momentos. ¿Se llevaron algo a casa, me pregunto, los adolescentes de la otra tarde, más allá de las risas cantadas? ¿Algo del dolor, del asco, de la barbarie final? No lo sé. Y por otro lado, la eterna pregunta: ¿a quién puede escandalizar, realmente, este Ubú? ¿A la 'gente de orden'? Dudo que se pasen por el teatro. Boadella hizo diana, como pocas veces en su vida, con aquel Operació Ubú del Lliure, antes de recalentar el plato y servirlo una y otra vez como carnaza pura y dura para recreo del partido en el poder. Y Santiago Segura, al crear con Torrente un Ubú españolísimo, de escaso poder pero con malignidad esencial, logró el prodigio de pegar la patada al gran público y forrarse al mismo tiempo. Rigola ha huido de la identificación directa del monstruo, y todo lo que gana en abstracción lo pierde, claro está, en virulencia política. Pero la radicalidad del final del espectáculo sitúa a este Ubú un paso más allá de los fuegos de artificio de Suzuki, su anterior trabajo: el caos es aquí más áspero y brutal, sin concesiones, y apunta a la pronta recuperación de un Rigola en plena forma.

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