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Columna
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Enemigo en casa

En la última película de Ken Loach, The Navigators, los trabajadores del ferrocarril inglés asisten divertidos al baile de diferentes compañías privadas que se van vendiendo entre sí los restos de una empresa que hasta entonces había pertenecido al Estado británico. Es, para entendernos, como si de pronto la Renfe pasara a manos de Mario Conde o Berlusconi. La sonrisa, claro, se les hiela en los labios conforme avanza la trama y se dan cuenta de que la nueva situación, publicitada en los medios como el paraíso de la eficiencia, los deja sin trabajo o los envilece hasta el punto de que se ven obligados a luchar entre sí para conservar las migajas. No es bueno tener al enemigo en casa: Caperucita ignoraba este principio y por eso se la comió el lobo.

Hace unos días me acordé de Loach al leer una noticia en estas páginas donde se anunciaba que Rafael Blasco, el consejero valenciano de Bienestar Social, acaba de incorporar a la multinacional tabaquera estadounidense Philip Morris en un proyecto de iniciativa social, mediante el cual la administración recibe a fondo perdido el capital necesario para instalar en Valencia un piso que acogerá a las mujeres víctimas de malos tratos.

Vaya, pensé, esta gente del gobierno tiene tan pocos escrúpulos que no le hace ascos a nadie, con tal de que pague. Lanzo desde estas líneas la idea de que algún periodista amigo, de esos que disponen de más espacio que el de una columna de opinión, investigue en internet para el público lector de nuestra comunidad quiénes son los personajes altruistas que se esconden tras el nombre de Philip Morris. Pero ojo con perderse, que dentro de muy poco esta megaempresa ya no se llamará así, sino Altria, pues Philip Morris tiene tan mala prensa que va a lavarse la cara, aunque en el fondo siga haciendo lo mismo: matar gente en nombre de la plusvalía, por mucho que al mismo tiempo dé dinero a la Cruz Roja, a las víctimas del Kosovo, a fiestas rave para jóvenes en Australia o a las hermanitas de la caridad. Me refiero, para no ir más lejos, a un caso muy famoso que Blasco sí conocerá -faltaría más-, pero que el público quizá no: el del profesor sueco Ragnar Rylander, del Instituto de Medicina Social y Preventiva de la Universidad de Ginebra, que durante más de treinta años trabajó como consultante secreto a sueldo de Philip Morris y publicó, a cambio de grandes sumas de dinero y un magnífico tren de vida, multitud de artículos que proclamaban la inocuidad del tabaquismo. Es de señalar que sus textos científicos eran previamente corregidos, antes de su aparición en revistas prestigiosas como Science, por un abogado de la compañía. Pero éste es un caso entre miles -y no exagero-, pues hay en internet tal multitud de documentos que demuestran las prácticas tramposas de Philip Morris que si pusiéramos a todos los funcionarios de la Generalitat a navegar por el ciberespacio tardarían meses en leerlos. Los tribunales ya condenaron a Philip Morris por ocultar con alevosía que sus productos son cancerígenos y por sobornar a dios y a su madre para que nunca se supiera.

¿Será necesario repetir que el dinero manchado de sangre es dinero sucio, aunque se blanquee luego en una buena causa? A bombo y platillo y disfrazado de Madre Teresa de Calcuta, nos acaban de meter al enemigo en casa.

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