Adornos recargados en un palacete de Zamora

Quinto entre los hoteles boutique puestos de moda por el grupo Sol Meliá, el Horus Zamora prometía cuando fue inaugurado, no hace todavía un año. Su apariencia, enfundada en el celofán de un palacete del siglo XIX inmediato al mercado de abastos, en el corazón monumental de la ciudad, prometía realmente mucha clase y encanto. Y si además de estos buenos deseos se sumaban la experiencia y los patrones de calidad acostumbrados en la marca Meliá, el compromiso no podía fallar. Sin embargo, la boutique trastoca a primera vista semejantes expectativas con su escaparate de confitería engolada y un poco cursi, imprevisible en aquellos días en que la novedosa fórmula hotelera fue anunciada a bombo y platillo.

El hojaldre se digiere de puertas adentro, pues ni la severidad burguesa del edificio ni las diástoles del tráfico en la plaza a partir de las ocho de la mañana, cuando inicia su actividad el mercado, anticipan otro melindre que no sean los ofrecidos a la venta en los puestos de frutas. De hecho, conviene estar atento si se ha dejado el coche aparcado frente a la entrada.

Junto a la recepción existen dos salones donde estar y recibir, uno de ellos más resguardado del angosto vestíbulo donde se efectúa la tramitación de las reservas por un personal, aunque escaso, muy amable y extremadamente eficaz. Ahí afloran ya los primeros festones, caireles, preseas, borlas, flecos y demás perendengues. Todo por la indisimulada causa del lujo, pimpante y sofisticado.

Desayunos

Las dimensiones del caserón se resumen en cuatro plantas someras de dormitorios y un sótano cueva en el que se han habilitado las cocinas, el restaurante y el comedor de desayunos, con sus correspondientes almíbares. Todo muy nuevo, impoluto, como si la instalación se hubiera abierto al público ayer mismo.Virtud compartida igualmente por la mayoría de las habitaciones, reconocibles por el olor y la textura de sus maderas, amplias y equipadas sin escatimar un detalle, aunque no exentas de la susodicha ampulosidad palacial, cargadas de adornos frufrú hasta en las grecas que rematan las paredes o la terminación de los techos. Pretenciosas incluso en los detalles más mundanos, como la papelera, el bloc de notas telefónico y los interruptores de luz.

Un aire de aparente nobleza contagia el ambiente, toca con sus lises las colchas y los cortinajes, incluso los emperifollados cabeceros, definidores del aire que se respira desde que uno acciona la apertura magnética de las puertas. Tan augusto, inmaculado... Salvo la moqueta amarilla, a juego con las camas, que no ha podido resistir el asalto de tantas pisadas y urge una pronta sustitución.

Mucho mejor imagen ofrecen los cuartos de baño, a medias revestidos por un gres claro con orla y aderezados de cosméticos en frascos rústicos diseñados para los hoteles boutique de Sol Meliá... que son esencialmente establecimientos urbanos.