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Tribuna:TERROR Y GUERRA EN EL SIGLO XXI
Tribuna
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El silencio de las palabras

El 11 de septiembre de 2001 significará muchas cosas en la historia de la humanidad, y entre ellas, el fracaso, el silencio del lenguaje ante este acontecimiento: palabras como 'guerra', 'crimen', 'enemigo', 'victoria', 'terrorismo' -'los conceptos se deshacen en la boca como hongos pútridos' (Hugo von Hofmannsthal).

La OTAN ha decidido aplicar el artículo de defensa mutua en caso de ataque, pero ni se trata de un ataque desde el exterior ni del de un Estado soberano a otro Estado soberano. Por tanto, el 11 de septiembre no puede considerarse como un segundo Pearl Harbor. Y el ataque no estaba dirigido contra la maquinaria militar de Estados Unidos, sino contra la población civil inocente. La acción habla el lenguaje del odio genocida, el que no conoce ni la 'negociación' ni el 'diálogo' ni el 'compromiso', y que, consiguientemente, no conoce la 'paz'. Por lo mismo, el propio concepto de 'enemigo' es equívoco, ya que procede de un mundo en el que los ejércitos combaten en batallas que ganan o pierden y que culminan con 'armisticios' o 'tratados de paz'. Pero los atentados terroristas no son sólo un 'crimen', un caso para la 'justicia nacional'. Igual de poco apropiados son los conceptos e instituciones como la 'policía' para actos cuya potencia destructiva se asemeja a la de un ataque militar. Y también le resultaría imposible a la policía aniquilar a unas organizaciones de activistas que evidentemente no tienen miedo a nada. De esta forma, también el concepto de 'protección civil ante catástrofes' pierde su sentido, y así sucesivamente. Vivimos, pensamos y actuamos con conceptos zombies, con conceptos que han muerto, pero que siguen rigiendo nuestro pensamiento y nuestra acción. Pero si los militares, todavía presos del antiguo mundo conceptual, contestan con medios convencionales, por ejemplo con bombardeos masivos, es de temer que esto no sólo sea ineficaz, sino también contraproducente: el resultado es que así crean nuevos Bin Laden.

Mas si nuestro lenguaje fracasa ante esta realidad, ¿qué es lo que realmente ha ocurrido? Nadie lo sabe. ¿Pero no sería más valiente callar? A la explosión de las Torres Gemelas siguió una explosión de locuaz silencio y de accionismo inexpresivo. Permítaseme citar nuevamente a Hugo von Hofmannsthal: 'No era capaz de comprender la realidad con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se me descomponía en partes, que a su vez seguían fragmentándose, y no había concepto que pudiera abarcarlo todo. Las palabras sueltas flotaban rodeándome, y se convertían en ojos que me miraban fijamente y cuya mirada tenía que mantener y devolver con la misma fijeza'. Este silencio de las palabras es el que tenemos que romper de una vez por todas, ya no podemos seguir callados.

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Tampoco la palabra 'terrorista' refleja adecuadamente lo que hay de nuevo en su amenaza. Si hasta ahora el terrorista fijaba su punto de mira en sus semejantes, es decir, en otras organizaciones militares de un Estado nacional y se dedicaba a combatirlas, ahora nos encontramos con amenazas transnacionales de activistas sin Estado y redes que desafían a la organización estatal de todo el mundo. Igual que antes en la esfera cultural, ahora estamos viviendo en la esfera militar la muerte de la distancia, o incluso el fin del monopolio estatal de la violencia en un mundo civilizatorio en el que en último término cualquier cosa puede convertirse en un cohete en las manos de unos fanáticos decididos a todo. Los símbolos pacíficos de la sociedad civil pueden convertirse en instrumentos infernales. Esto, en principio, no es nada nuevo, pero ahora está omnipresente como experiencia clave.

Con las terribles imágenes de Nueva York los grupos terroristas han aparecido en la escena de golpe como nuevos actores globales en competencia con los Estados nacionales, la economía y la sociedad civil. Las redes terroristas son equivalentes a 'ONG de la violencia'. Actúan como organizaciones no gubernamentales (ONG) de manera descentralizada, y sin territorio, es decir, tanto local como transnacionalmente. Utilizan Internet. Y si, por ejemplo, Greenpeace hace frente a los Estados ante las crisis medioambientales y Amnesty International en las de los derechos humanos, las ONG terroristas rompen el monopolio de la violencia de los Estados. Y esto significa que, por una parte, este tipo de terrorismo transnacional no se circunscribe al terrorismo islámico, sino que puede combinarse con todo tipo de objetivos, ideologías y fundamentalismos. Por otra parte, hay que distinguir entre el terrorismo de movimientos de liberación nacional, que están ligados territorial y nacionalmente, y las nuevas redes terroristas transnacionales, que actúan sin ligaduras territoriales y sin conocer fronteras y que, por lo tanto, de un golpe devalúan la gramática nacional del ejército y de la guerra.

Los terroristas de antes procuraban salvar la vida después de cometer una acción. Los terroristas suicidas obtienen una fuerza destructiva monstruosa de su disposición a perder su propia vida. El terrorista suicida es, por decirlo de alguna manera, la imagen más radicalmente opuesta al Homo oeconomicus. Carece totalmente de inhibiciones económicas y morales y, con ello, es portador de la crueldad absoluta. La acción y el terrorista suicida son singulares en el sentido literal del término. Ni puede uno de ellos cometer más de un atentado suicida ni tiene sentido que las autoridades estatales intenten capturarle. Esta singularidad se plasma en la simultaneidad de la acción, el reconocimiento de la autoría y la autodestrucción.

Bien pensado, los Estados no tienen ni que buscar a los terroristas suicidas para poder castigarles por su crimen, pues ellos mismos lo han admitido públicamente y se han ejecutado con su misma acción. La alianza antiterrorista, por ello, no capturará a los criminales de Nueva York y Washington, ya que se han pulverizado, sino en todo caso a sus presuntos 'instigadores ocultos' o a sus mecenas estatales. Pero ahí donde los criminales se han ajusticiado a sí mismos, las causalidades se pierden, se volatilizan. Se dice que los Estados son imprescindibles para la estructuración de redes terroristas transnacionales. Pero quizá es precisamente la ausencia de Estados, la inexistencia de estructuras estatales en funcionamiento el caldo de cultivo para las actividades terroristas. Quizá esta atribución a Estados y a instigadores ocultos que supuestamente dan las órdenes procede de un esquema mental militar, mientras que en realidad podríamos estar en el umbral de una individualización de la guerra en la que no son Estados contra Estados, sino individuos los que pueden hacer la 'guerra' contra Estados.

El poder de las acciones terroristas crece con una serie de circunstancias: con la vulnerabili- dad de nuestra civilización; con la repercusión mediática global del peligro terrorista; con la idea del presidente norteamericano de que estos terroristas amenazan 'la civilización'; con la resolución de los terroristas de morir en la acción, y finalmente se multiplican los peligros terroristas exponencialmente con el progreso técnico. Con las tecnologías del futuro -la biogenética, la nanotecnología y la robótica- abrimos una 'nueva caja de Pandora' (Bill Joy). La manipulación genética, la tecnología de la comunicación y la inteligencia artificial, que encima pueden combinarse mutuamente, eluden el monopolio estatal de poder, y si no se le ponen pronto trabas internacionales eficaces, abren la puerta de par en par a una individualización de la guerra.

Así, por ejemplo, cualquiera podría fabricar sin necesidad de demasiados recursos una bomba atómica biológica en miniatura con la que se podría producir una peste de origen genético con un periodo de incubación más o menos prolongado, amenazando a cualquier población que eligiera como objetivo. Y éste no es más que un ejemplo entre muchos. La diferencia con las armas nucleares y biológicas es notable. Se trata de desarrollos tecnológicos basados en el conocimiento que pueden transmitirse fácilmente y que se revolucionan a sí mismos continuamente, impidiendo el establecimiento de controles o monopolios estatales, por lo que también se diferencian de las armas atómicas y químico-biológicas, ya que éstas se controlan por la necesidad de disponer de ciertos componentes y recursos (uranio adecuado, costosos laboratorios). Esta adquisición de poder de los individuos frente a los Estados abriría políticamente la caja de Pandora: supone que no sólo se eliminarían las murallas actuales entre la sociedad civil y la militar, sino también las murallas entre inocentes y culpables, entre sospechosos y personas libres de sospecha; hasta ahora el derecho ha sido muy riguroso en esta distinción. Sin embargo, cuando amenazara la individualización de la guerra el ciudadano tendría que demostrar que no es peligroso, ya que en estas circunstancias cualquier individuo puede caer bajo la sospecha de ser un terrorista potencial. Todos tienen, por lo tanto, que admitir que, aunque no hayan dado la menor justificación concreta para ello, deban someterse a controles 'de seguridad' por si acaso. Y esta individualización de la guerra conduciría así, en último término, a la muerte de la democracia. Los Estados tendrían que aliarse con otros Estados contra los ciudadanos con objeto de atajar los peligros que les amenazan de parte de sus propios ciudadanos.

Llevando estos pensamientos a su conclusión lógica, desaparecería también una premisa de valor del enfrentamiento con el terrorismo mantenida hasta ahora, y me refiero a la diferenciación entre terroristas 'buenos' y terroristas 'malos', según la cual los nacionalistas serían los buenos, respetables, mientras que los fundamentalistas serían los condenables. Puede que en la época de los Estados nacionales se hayan podido encontrar justificaciones para estas valoraciones y diferenciaciones, pero, en vista de las posibilidades de individualización de la guerra, éstas se convierten en una perversión moral y política.

¿Existe una respuesta política a este desafío? Quisiera mencionar un principio de carácter jurídico. Algo que en el contexto nacional choca con la sensibilidad jurídica del mundo civilizado, a saber, que las víctimas del atentado asuman simultáneamente el papel de fiscal, de juez y de poder ejecutivo, y en cierta manera se 'tomen la justicia por su mano', debe ser superado también en el plano internacional. Aunque todavía no se haya avanzado suficientemente en las relaciones internacionales entre los Estados, la alianza global contra el terrorismo debe estar basada en el derecho. Y la conclusión es que debe elaborarse y ratificarse una convención internacional contra el terrorismo, una convención que no sólo clarifique ideas y conceptos, sino que también coloque la persecución de los terroristas sobre una base jurídica, es decir, creando un espacio jurídico universal, unificado, lo que, entre otras cosas, supone que el estatuto del Tribunal Internacional sea ratificado por todos los países, incluyendo a EE UU. El objetivo sería establecer que el terrorismo sea punible en todo el mundo como crimen contra la humanidad. Los países que rehúsen participar en esta convención deben quedar expuestos al potencial sancionador global de todos los demás países del mundo. ¿No sería éste un proyecto que Europa debería considerar como propio en vista de su propia historia, destacando netamente su perfil en la alianza global y, al tiempo que ataja la dinámica militarista inherente al proceso, contribuir así al éxito de la lucha contra el terrorismo?

Ulrich Beck es profesor de Sociología en la Universidad de Múnich.

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