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LA CRÓNICA
Columna
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Un bajito en Cipango

Un servidor de ustedes tuvo la oportunidad de cumplir uno de sus sueños: en tanto que bajito, ir a uno de los lugares del mundo tradicionalmente lleno de bajitos: Japón. Harto de lo del pot petit y la bona confitura, por fin, la dulce venganza. El viaje tuvo el mejor de los inicios. En los lavabos del aeropuerto de Osaka, todos los sanitarios estaban unos quince centímetros por debajo del estándard occidental. Era digno de ver el esfuerzo de un australiano (deducimos la nacionalidad por el gorrito a lo Cocodrilo Dundee) de unos dos metros, rubicundo, cargado hasta los topes, para orinar flexionando las rodillas.

Pero nuestro gozo en un pozo. A pesar de saber perfectamente que en Japón, como en España, la talla media había aumentado mucho en los últimos años, no esperábamos que lo hubiera hecho tanto. Servidor, paseando su pinturero metro sesenta y tres por la industriosa ciudad de Osaka, se dio cuenta de que era bajito en Barcelona y continuaba siento bajito en Japón. No tanto, pero lo era. Fue un golpe duro, para qué nos vamos a engañar. Privado, pues, del principal objetivo en el viaje, resarcir al ego después de años de clichés que hacían de los altos torpes, buenazos y de los bajitos, nerviosos y con mala leche, nos dedicamos a observar el entorno.

La cosa tonto-chauvinista de 'ya llega el Beaujolais Nouveau' también ha prendido en Japón

Primera constatación, si tal como manda el tópico, dos vascos hacen un orfeón y tres, una sociedad gastronómica, tres catalanes en el exterior conforman automáticamente un casal català. Contactamos con él y nos encontramos con una catalana de las de rompe y rasga que se llama Montse Marí y lo preside. Al mismo tiempo, es la propietaria de una empresa de intercambios hispano-japoneses llamada Extensión.

Básicamente, se trata de una consultoría para empresarios españoles o japoneses que quieran introducirse en los respectivos mercados, también ofrece servicios de traducción y asesoramiento lingüístico y cultural, incluso clases de lengua: catalán para japoneses, español para japoneses, japonés para europeos, etcétera. Es decir, cualquier cosa para facilitar el intercambio, industrial, cultural o lo que se tercie. Le preguntamos si tiene claro qué tipo de negocio sería rentable para invertir en Japón y responde sin dudar: los catalanes, el cava y el vino. Increíble, pero la cosa tonto-chauvinista de 'Ya llega el Beaujolais Nouveau' también ha prendido en Japón. Me explica que, después de una buena campaña de promoción, los franceses consiguieron colocar un par de millones de botellas del dichoso vino nuevo y no sólo eso sino que casi hubo recibimiento masivo en el puerto por parte de los nipones.

El vino catalán y español, presentes, pero minoritarios. Sobre el cava, me invita a una recepción en un hotel, al lado del acuario, en una de las famosas islas artificiales de la bahía de Osaka. Se trata de la apertura del Festival de Cine Europeo. Tenía que estar Carmen Maura, presidenta de honor, pero se descolgó un par de semanas antes, con todos los catálogos y carteles hechos.

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Los pobres, en el festival, no entendían nada y estaban tristes. Dicho sea de paso, en el festival triunfaron las dos películas que se exhibieron procedentes de España: La comunidad, de Álex de la Iglesia y Anita no perd el tren, de Ventura Pons. Pero a lo que íbamos, la animosa presidenta del Casal Català me lleva a la recepción. Segunda constatación: los croqueteros son iguales en todo el mundo. La única diferencia es que estando en Japón lo tienen más fácil: como se saludan doblando el cuerpo y agachando la cabeza, pueden mantener asido al mismo tiempo el plato con las croquetas y la copa.

Los profesionales de la croqueta occidentales lo tienen más difícil ya que para dar la mano tienes que soltar algo: o la copa, o la croqueta. Ellos, si sueltan el plato es para entregarte su tarjeta. Los japoneses intercambian automáticamente, siempre y en todo caso, su tarjeta, a la primera de cambio.

Le pregunto a Montse Marí por ello y, después de alargarme su tarjeta, me explica que es más práctico: en Japón las calles no tienen nombre y suponiendo que tuvieran, no tienen número. Con lo cual, para explicar dónde está tu casa necesitas tres líneas enteras.

Su sistema, según entendí, parece que es antiguo, conforma las ciudades por vecindades y dentro de las vecindades, por subsectores y después, cada agrupación de casas tiene un número y cada inmueble, un nombre (los números, ni siquiera son siempre correlativos: al lado de la casa 4 de ese barrio puede estar la 32). Resultado: el paraíso de los taxistas.

Uno, en Japón, vale más que coja un taxi sabiendo a dónde va, si no está perdido o se arruina. Volvamos a la gala: están repartiendo champán.

Hago una cata a ciegas: vomitivo. Miro la etiqueta: italiano, ni siquiera francés. Por el amor de Dios, señoras y señores del cava, llévense a Penélope a Cipango y hagan algo. Va a ser el dinero más fácilmente ganado de su vida. Por cierto, como en Osaka están la noria más alta del mundo y el acuario más grande del mundo, cerca, en Nara la construcción en madera más grande del mundo y muchas cosas más del estilo, me di cuenta de que el australiano de dos metros iba a acabar con la misma tortícolis que yo. Un consuelo.

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