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Tribuna
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Vivere libero

Los términos políticos suelen ser más performativos que informativos: es decir, pretenden acuñar proyectos mejor que limitarse a nombrar realidades objetivamente establecidas. De ahí que no susciten meras objeciones por su falta de exactitud sino a veces alarmas y recelos de índole mucho más pugnaz. Algo de esto hay, por ejemplo, en el artículo que Jordi Solé Tura (EL PAÍS, 24 de noviembre de 2001) dedica a la expresión 'patriotismo constitucional', rótulo litigioso con el cual el PP va a presentar una ponencia en su próximo congreso. Hace años, en circunstancias que Solé Tura reputa difíciles pero distintas a las de hoy, también el PSOE recurrió a esa fórmula hecha célebre por Habermas aunque luego -según el articulista- renunció a ella porque no llevaba a ninguna solución concreta y se limitó sencillamente a aplicar el legado de la Constitución. Que el PP recupere ahora ese asunto, cuando la historia reciente ha dado ya varios pasos hacia donde sea, inquieta al senador catalán: 'Que haya incluido en el programa de su futuro congreso una ponencia sobre el llamado 'patriotismo constitucional', como si la Constitución esté (sic) en peligro de vida o muerte, y haya encargado de la redacción de la misma a un catalán y a una vasca, sólo puede significar que el patriotismo en cuestión es otra cosa y, de hecho, una andanada contra los nacionalismos de ambas zonas'. La verdad, no acierto a ver por qué razón hablar de patriotismo constitucional implica necesariamente la suposición de que la Constitución está en peligro -puede pretenderse sencillamente hacer explícita una forma determinada de vivir la adhesión a ella- ni mucho menos comprendo en qué medida el que sean catalán y vasca los ponentes certifica la voluntad de arrinconar a nadie en Cataluña o el País Vasco (¿el que fuesen un murciano y una extremeña hubiera parecido más tranquilizador a Solé Tura?). Pero sin duda el tema merece cierto análisis, ahora que estamos en fechas de conmemoración constitucionalista.

Lo que Habermas pretendió poniendo sobre el tapete la cuestión era reunir de nuevo la conciencia nacional y el espíritu republicano, disociados en Alemania desde 1848. La idea de patriotismo constitucional opone la nación de los ciudadanos al mito prepolítico del 'pueblo' como comunidad natural de lengua y cultura. Según Habermas, este tipo de patriotismo legitima y asume diversas formas de vida o cultura, aceptándolas todas en una república no excluyente abierta al más amplio pluralismo y a varias formas de mestizaje. Su planteamiento se define frente a las distintas advocaciones del pensamiento comunitarista, no sólo al nacionalismo sino también al patriotismo republicano tradicional, que él supone de origen aristotélico (MacIntyre y Taylor no parecen ajenos a este antagonismo). De lo que se trata, en suma, es de configurar un sentimiento de pertenencia que refuerce las razones abstractas de la ciudadanía participativa pero estilizado a través de la argumentación institucional de ésta: algo que vaya más allá del calor de establo de la tribu pero que no nos deje solamente en la fría compañía de la ley. Cosa urgente a su modo peculiar en la Alemania actual, pero que desde luego tampoco puede resultarnos ajena en otras naciones multiétnicas como la nuestra, donde no faltan pulsiones excluyentes que amenazan seriamente la convivencia.

Sin embargo, la respuesta de Habermas no es ni mucho menos la única posible ante el problema. La bibliografía reciente sobre el asunto es abundante y basta para hacerse una idea de ella darse una vuelta por el excelente número 24 de la revista Isegoría, editada por el Instituto de Filosofía del CSIC. Uno de los autores que figuran en ese número, Maurizio Viroli, ha publicado también un libro muy interesante (Por amor a la patria, Acento editorial) en el que defiende el patriotismo republicano que descarta Habermas. Viroli no lo entronca con Aristóteles, sino con autores de la república romana, de los que derivan las versiones modernas del patriotismo como la de Maquiavelo, que lo centró en el vivere libero, es decir en el amor a la libertad común y las instituciones que la sustentan pero no en la homogeneidad cultural o lingüística. Este patriotismo se opone a la visión nacionalista y 'la diferencia crucial reside en la prioridad de énfasis: para los patriotas, el valor principal es la república y la forma de vida libre que ésta permite; para los nacionalistas, los valores primordiales son la unidad espiritual y cultural del pueblo'. Los patriotas no nacionalistas entienden la virtud cívica como el apego a las libertades públicas y a las instituciones que las garantizan, nunca como la vinculación a la unidad étnica y religiosa de un pueblo. 'El patriotismo entendido como un deseo de libertad -recuerda Viroli- funciona como una fuerza que incluye y unifica; une, no separa o excluye'. Pero quizá el patriotismo progresista debe intentar una formulación más cálida, con mayor tono de afectividad concreta que la mera adhesión a los enunciados constitucionales propuesta por Habermas: 'La izquierda democrática tiene que combatir al nacionalismo en su propio campo; debe tener una respuesta a la necesidad de una identidad nacional, y su respuesta debe ser diferente a la del nacionalismo; no debe abandonar el campo de batalla pero no debe unirse a las filas del enemigo'. Que no se me olvide decírselo a Madrazo en cuanto le vea... Y Viroli concluye así su texto publicado en la revista del Instituto de Filosofía: 'La ciudadanía no nace de los lazos de la nacionalidad. Los pueblos más homogéneos cultural, religiosa o étnicamente no son los que tienen mayor espíritu cívico. Por el contrario, tienden a ser intolerantes, prejuiciosos y aburridos. La política, la verdadera política democrática, se basta para construir la ciudadanía. No necesita ayudantes incómodos'.

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La postura de Dominique Schnapper, autora de La comunidad de los ciudadanos (Alianza ed.), difiere tanto de la de Habermas como de la de Viroli. Ella defiende el concepto mismo de 'nación' como comunidad de ciudadanos, sin implicaciones prioritariamente étnicas. Al contrario, a su parecer hablar de 'nación étnica' es una contradicción en los términos, ya que lo propio de la nación es arraigar reconciliadamente las identidades y pertenencias vividas como naturales por medio de la abstracción institucional de la ciudadanía. Por supuesto, señala, las etnias no son más 'naturales' que las naciones: también son construcciones históricas y a menudo más recientes que los propios Estados nacionales. Pero la nación subsume la diversidad étnica sin mutilar de emociones simbólicas a los ciudadanos: 'El reconocimiento político de las etnias, integradas en la nación, lleva a la desintegración y a la impotencia del Estado; el Estado, cuando se vuelve demasiado poderoso, tiránico o totalitario, absorbe a la nación y destruye la comunidad de ciudadanos. Entre la etnia y el Estado hay que dejar lugar a la nación'. De modo que entonces el nacionalismo no será algo negativo. Pero hay dos modelos de nacionalismo, que Schnapper -citando a Eric Weil- llama respectivamente el occidental y el de la Europa del Este: el primero

es 'político, preocupado por la liberación del individuo, de intenciones cosmopolitas, que afirma la pluralidad de los valores de una sociedad evolucionada y que vive bajo una ley aceptada libremente (al menos en principio)'; el segundo es 'expresión de un sentimiento de inferioridad de grupos lingüísticos que no poseen una organización política propia, formado en el mito de un valor natural, en una prehistoria idealizante, en una 'conciencia de sí' que no comporta más que derechos (siempre desconocidos por los demás), en una ideología que no está destinada a justificar una realidad sino a transformar aquella ante la que se encuentra'. De nuevo la englobadora comunidad de ciudadanos frente a la disgregación en etnias comunitarias.

¿Patriotismo constitucional, patriotismo republicano, nación de ciudadanos? No sé cuál es la fórmula más adecuada -cada una tiene sus ventajas y sus inconvenientes- pero en los tres casos se trata de afrontar el mismo problema: el despedazamiento de los Estados de derecho pluralistas en nombre de la homogeneidad políticamente instituida de las identidades étnicas. O sea, cómo la sociedad de los iguales ante la ley podrá resistir a la sociedad de los idénticos según la peculiaridad de la pureza cultural. También ignoro el perfil que dará el PP a la ponencia de su congreso. Lo que me parece importante destacar es que los tres modelos comentados coinciden en que sus planteamientos patrióticos no se agotan en el enfrentamiento con la extrapolación del etnicismo: exigen también mecanismos prácticos de protección social y educación pública para luchar contra las dos lacras que imposibilitan la ciudadanía, a saber, la miseria y la ignorancia. Y presuponen un respeto a la legalidad compartida que veda los sectarismos partidistas, como los que hemos visto en correligionarios de los implicados en el caso Gescartera o en el de los fondos reservados. El vivir libremente de los ciudadanos es tan incompatible con la hipóstasis de las etnias como con la solidaridad de las mafias.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Cimplutense.

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