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Reportaje:

Estraperlo de guerra a la afgana

Las mercancías cruzan las líneas del frente entre los talibanes y la Alianza

Guillermo Altares

Jabones chinos, cuadernos iraníes, almendras y sandías de la tierra, latas de leche en polvo holandesas, calcetines iraníes, pilas paquistaníes, burkas... En los mercados de Afganistán se puede encontrar casi cualquier cosa, siempre y cuando el consumidor no sea demasiado exigente con pequeños detalles como la fecha de caducidad, la higiene o los precios visibles y fijos.

La pregunta es cómo pueden llegar todas estas cosas en un país en guerra, minado hasta los topes, donde el más intransitable camino de cabras es considerado una carretera por los locales. Nadie lo sabe muy bien, pero llegan, incluso cruzan sin mayores problemas las líneas de frente entre los talibanes y la Alianza del Norte.

De vez en cuando, hay algún cambista con sus fajos azules de afganís puestos sobre el mostrador.
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'Llegué esta mañana desde Taloqan', asegura un comerciante de harina con una larga barba blanca. La conversación tiene lugar en el mercado de cereales de Farjar, un pequeño pueblo situado entre escarpadas montañas y Taloqan que se encuentra apenas a 50 kilómetros. Sólo hay un pequeño problema logístico: hay que cruzar las líneas del frente, en las que además, en estos momentos, tiene lugar una ofensiva de la oposición antitalibán.

Los combates pudieron escucharse gran parte de la noche, pero las mercaderías llegan a su destino . Y no se le puede llamar contrabando porque es algo totalmente asumido por ambas partes. 'Les tuve que pagar cuatro afganís a los talibanes para que me dejasen pasar y registraron las cosas que llevaba en el burro. Se quedaron con un saco', asegura este hombre, que no quiere decir su nombre. Es difícil traducir cuánto son cuatro afganís en dólares. El cambio varía todos los días; pero ayer era más o menos medio dólar (unas 92 pesetas). Tampoco son cuatro afganís en realidad: en Afganistán sólo existe un billete, de 10.000 afganís, pero, para simplificar, a la hora de llevar a cabo tratos comerciales, cada billete se cuenta como una unidad. En cuanto al burro, es casi el único medio de transporte en el país, sobre todo en esta zona, donde la mayoría de los todoterrenos están en manos de los militares.

Cuando se visita el frente, desde la altura, los soldados muestran con toda naturalidad el camino por el que pasan las mercancías. Ambas partes tienen un acuerdo tácito para respetar el tránsito: saben que no hay que disparar allí, aunque está perfectamente a tiro, ni poner minas.. En cualquier caso, el comerciante relataba que ayer, con la ofensiva, pasó mucho menos trigo y harina porque muchos negociantes de Taloqan prefirieron quedarse en casa. Muchos de los sacos de trigo pertenecen al Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas, pero los comerciantes tampoco saben muy bien cómo han llegado hasta aquí.

Los mercados están formados por hileras de pequeños puestos que jalonan las calles de casas de adobe. Hay una zona para la carne de cordero, otra para los sastres que trabajan con máquinas de coser a pedales y con planchas de carbón, y de vez en cuando hay algún cambista con sus inmensos fajos azules de afganís puestos sobre el mostrador. Está todo muy mezclado en los propios puestos. Un comerciante muestra orgulloso sus mercancías: calcetines de Afganistán, aunque dice que los chinos son mejores; cuadernos para apuntar, también chinos; alfombras paquistaníes; gasolina local; burkas, también de producción local. No hay Coca-Cola, pero no falta la Pepsi. Los dulces suelen ser iraníes. Hay unos chicles con cromos de fútbol que un niño a cargo de un puesto muestra orgulloso. También tiene galletas y zumos de mango.

Para llegar hasta este pueblo remoto, estos productos han tenido que cruzar fronteras cerradas a cal y canto, frentes de batalla y campos de minas en un país sin vías de comunicaciones. Para llegar hasta Farjar desde la carretera que enlaza con la frontera de Tayikistán, principal punto de entrada de mercancías en Afganistán, hay que circular durante cinco kilómetros por el cauce de un río y seguir otros doscientos kilómetros por caminos indescriptibles.

Cambiadores de dinero, con fajos de billetes de afagnis, en una calle de Kabul.
Cambiadores de dinero, con fajos de billetes de afagnis, en una calle de Kabul.AP

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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