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El fútbol rinde honores a un jugador irrepetible
Columna
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El último Diego

Un globo de ochenta kilos de peso con un vago parecido a Diego Maradona vestirá hoy la camiseta argentina ante 200 millones de espectadores. Muchos le tomarán por un montón de material de derribo o, quién sabe, quizá vean en él la caricatura de un frustrado luchador de sumo. Esa cintura de hipopótamo, ese cuello de búfalo y esas pantorrillas de comisionista cesante completan una figura, convexa en su redondez, que está a mitad de camino entre el primer Oliver Hardy y el último Elvis. Se diría que, por un capricho de la fisiología, al cabo de los años y las francachelas aquel Diego que llenó los estadios con su metro-sesenta y su cabeza de peluche se ha convertido en una absurda metáfora del balón.

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Sin embargo, este Diego que según los casos y las ventoleras se disfraza de clochard, de rockero o de pirata berberisco es el último plazo de un atleta inolvidable y, al mismo tiempo, un subproducto de la escasez. Nadie podría imaginarse a un Maradona procedente de un barrio residencial. De haber nacido hijo de papá, seguramente habría aplicado su ingenio a provechosas actividades de mercado. Nunca sabremos si habría terminado siendo un próspero tratante, un embaucador de salón o una figura de la ingeniería financiera. Dado su espíritu de emulación, sólo podemos apostar a que jamás habría aceptado pasar por la vida como un cualquiera.

Sí sabemos, en cambio, que se hizo futbolista a la intemperie y que su asombroso repertorio de habilidades fue una simple conversión del instinto de supervivencia. También sospechamos que consiguió eludir el precipicio porque supo elegir el camino adecuado en el último instante: en una inspiración providencial decidió esconder la pelota en vez de escamotear la bolsa del tendero. Luego, su repertorio no fue sino la traslación del manual del perfecto pícaro. Su capacidad para ir un segundo por delante le permitió transformar cualquier situación confusa en un buen negocio.

Es probable que en su portentosa habilidad estuviera su ruina, porque siempre exhibió la despreocupación de quienes piensan que la pasta cae del cielo. Invariablemente se hizo acompañar de un charlatán, un vendedor de mandanga o un representante pródigo que se encargaron de madrugarle los beneficios. Dos años de lucidez, sólo dos malditos años, le hubieran bastado para labrarse un porvenir, pero jamás logró retener un millón de dólares más allá de un trimestre.

Ahora pide un poco de atención y que el camarero le devuelva el cambio. Recaude lo que recaude, siempre estaremos en deuda con él.

Siempre le deberemos una tarde.

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