¿Quizá porque los afganos son pobres y parecían indefensos?
Los gobiernos occidentales se refieren en términos de legítima defensa a la campaña militar que Estados Unidos desarrolla en Afganistán tras los atentados terroristas perpetrados el pasado 11 de septiembre contra el World Trade Center y el Pentágono. Después de haberlo definido antes de otro modo, las autoridades estadounidenses aducen ahora estar actuando en nombre de una libertad perdurable. Sin embargo, lo cierto es que estas últimas sólo han recurrido al despliegue exterior de sus fuerzas armadas contra el terrorismo internacional en cuatro ocasiones desde mediados los años ochenta. Ello a pesar de que el número de incidentes terroristas contra ciudadanos, instalaciones e intereses estadounidenses ocurridos desde entonces supera con creces los dos mil cuatrocientos. ¿Cómo se explica esto? ¿Resulta tan evidente el porqué se ha decidido en esta ocasión intervenir militarmente fuera de las propias fronteras? Desde luego, ninguno de los anteriores incidentes resultó ni remotamente tan catastrófico como los de Nueva York y Washington. Ninguno de los precedentes suscitó tanto desasosiego y miedo entre la opinión pública norteamericana. Más aún, ninguno de esos atentados previos tuvo lugar en el territorio mismo de Estados Unidos. Pero, ¿es todo esto suficiente para entender la opción tomada por las autoridades norteamericanas?
Sucesos de cariz megaterrorista como los ocurridos el pasado 11 de septiembre eran algo inesperado. Carecían de antecedentes por lo que se refiere a su localización y magnitud, a menos que tomemos en consideración el atentado mediante bomba que tuvo lugar hace ocho años en el aparcamiento de las propias torres gemelas ahora destruidas. De cualquier manera, quienes han tomado la decisión de represaliar militarmente se han visto obligados a actuar con rapidez y, por tanto, es muy posible que condicionados por fórmulas análogas ya existentes para abordar la situación. Si así ha sido, como parece razonable imaginar, interesa saber qué circunstancias incidieron en el pasado sobre la decisión de enviar tropas en misión contraterrorista. Conocerlas puede permitirnos comprender y valorar adecuadamente lo que está aconteciendo estos mismos días. A este respecto, la revista académica internacional Terrorism and Political Violence publicaba en su número de la pasada primavera un interesante artículo de Michele L. Malvesti en el cual se trataba precisamente de identificar los principales factores que explican una estrategia estadounidense contra el terrorismo internacional centrada en intervenciones militares en el exterior o complementada con las mismas.
De acuerdo con la autora, analista oficial de inteligencia hasta hace poco y actualmente investigadora en la prestigiosa Universidad de Tufts, los responsables norteamericanos se han inclinado por desarrollar acciones militares como respuesta a incidentes de terrorismo internacional cuando cada uno de estos reúne siete rasgos específicos. Primero, que quienes lo perpetren o instiguen sean identificados con relativa celeridad. Segundo, que los autores del hecho o sus patrocinadores estuviesen implicados con anterioridad en otros atentados contra Estados Unidos. Tercero, que se trate de una violencia dirigida contra personas directamente vinculadas con el Gobierno estadounidense como empleados o delegados. Cuarto, que el incidente en cuestión haya sido consumado y sea de naturaleza irreversible. Quinto, que los considerados como responsables de dicho acto terrorista sean conocidos por manifestar de manera ostensible actitudes abiertamente desafiantes contra Estados Unidos. Finalmente, que los perpetradores del atentado y sus promotores resulten política y militarmente vulnerables ante una eventual represalia. En otras palabras, la decisión norteamericana de recurrir a sus fuerzas armadas contra el terrorismo internacional estaría determinada por las características específicas que concurren en un incidente dado.
Esta interpretación, que postula una relación lineal entre el atentado terrorista y la opción de responder militarmente, ignora el complicado proceso político en el cual se inscribe la toma de decisiones de tanto alcance. Sin embargo, toda una serie de actores e instituciones nacionales está implicada en su formulación. No se trata, por tanto, de una mera orden adoptada de manera automática por el presidente de Estados Unidos, en tanto que comandante en jefe de sus fuerzas armadas, cuando algún incidente se acomoda al modelo preestablecido. De hecho, las interrelaciones entre la presidencia y el legislativo estadounidense, por lo que se refiere a la decisión de intervenir militarmente fuera de las propias fronteras contra el terrorismo internacional, han mostrado notables diferencias según ostentara la primera Ronald Reagan o William Clinton. Este último, por ejemplo, fue proclive a que desde la Casa Blanca se consultara con el Congreso en tales casos, si bien ello ha constituido más bien la excepción que la norma. Sin duda, la opinión pública y los medios de comunicación influyen decisivamente también. Además, es bien sabido que, en los casos precedentes, las decisiones adoptadas resultaron muy controvertidas, poniendo de manifiesto confusión y desavenencias en el seno del ejecutivo norteamericano.
Pero si, como queda mostrado en el riguroso estudio anteriromente aludido, Estados Unidos decide responder militarmente a incidentes de terrorismo internacional sólo cuando se estima que sus autores o quienes les respaldan son lo suficientemente débiles, al margen de que este juicio resulte deun cálculo erróneo, la toma de decisiones al respecto denota un patrón discriminatorio sin duda preocupante. Afganistán, por ejemplo, sería un objetivo aceptable de la cólera estadounidense debido a que el Gobierno de los talibán acoge a Osama Bin Laden y el núcleo central de Al Qaeda, entramado al cual se atribuyen los atentados megaterroristas del pasado 11 de septiembre. Pero, ante todo, porque se trata de un país con paupérrimos indicadores de desarrollo socioeconómico, graves fracturas internas, aislado internacionalmente y con limitada capacidad defensiva. Arabia Saudí, por el contrario, país opulento que desempeña un papel fundamental en la economía mundial debido sobre todo a sus recursos petrolíferos, nunca cualificaría como objetivo potencial de las represalias militares estadounidenses. Pese a que dicho régimen, de rasgos sultanísticos, viene difundiendo oficialmente y durante muchos años un peculiar credo islámico fundamentalista de marcados ingredientes antioccidentales, concretamente el wahhabismo, mientras tolera que la red mundializada del terrorismo practicado por integristas musulmanes se financie desde su propio sistema bancario.
Este enfoque diferencial, que puede ser aplicado a otros casos, una vez percibido como tal por audiencias amistosas u hostiles en distintos países, crea dificultades para la legitimación de cualquier respuesta militar que Estados Unidos desencadene con la pretensión de hacer frente al terrorismo internacional. Problemas similares acarrean los errores de inteligencia en la señalización de objetivos apropiados y los daños colaterales infligidos a la población civil, entre otras deficiencias observadas en las represalias militares del pasado y del presente. Cabe preguntarse si quienes toman las decisiones al respecto y luego las someten a evaluación tienen presente el modo en que esos extravíos son recibidos en el mundo árabe. Todo ello nos invita a pensar sobre los efectos contraproducentes de la guerra contra el terrorismo actualmente en curso, tal y como ha sido concebida. En vez de coaliciones internacionales orquestadas para respaldar represalias militares conducidas en la práctica como operaciones unilaterales, cabe argumentar como mejor opción la de un incremento verdaderamente tangible en la cooperación multilateral contra el terrorismo transnacional. A corto plazo, fortaleciendo la colaboración entre agencias judiciales, policiales y de inteligencia, sobre todo pero no exclusivamente por parte de las democracias liberales, para afrontar una extraordinaria amenaza común a la seguridad. A medio y largo plazo, favoreciendo una eficaz contribución intergubernamental en la gestión de conflictos regionales susceptibles de producir ulteriores radicalizaciones o servirles como pretexto. Por desgracia, sin embargo, el tan necesitado arreglo del persistente contencioso entre palestinos e israelíes, incluso si llegara a materializarse en breve, no tendrá ya consecuencias inmediatas sobre la dinámica de un terrorismo global cuyos emprendedores y ejecutores justifican religiosamente.
Fernando Reinares es catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Burgos. Autor de Terrorismo y antiterrorismo (Ediciones Paidós), European democracies against terrorism (Ashgate).
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