_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Voramar

Pasear por la playa del Voramar, en Benicàssim, es algo que les recomiendo como suave ejercicio para el cuerpo y la mente, y como esponjamiento romántico del alma, contemplando lo que pudo haber sido y no fue. No soy enemigo del saludable veraneo junto al mar, de que las llamadas clases medias y populares disfruten masivamente de lo que antes sólo disfrutaban los ricos, o de que los habitantes de regiones esteparias o boreales acudan a estas clásicas y cálidas costas, etcétera. Ni de que el gremio de hoteleros, restauradores y asociados haga su negocio honestamente, dando de paso trabajo a camareros y camareras, tenderos variados, quiosqueros de prensa, vendedores de cremas solares y otros miembros permanentes o no del proletariado contemporáneo. Muy bien. Soy enemigo, eso sí, de la fealdad arquitectónica y urbana, de la congestión de edificios altísimos justo enfrente del mar, bloques altos y enormes y feos, pegados sin gracia, rompiendo toda posible armonía, y todo eso que ustedes ya saben y no voy a detallar porque es demasiado triste. Fue la política permisiva del régimen anterior, franquista primero, socialista después. Es la política activa del régimen presente, funesto proyecto para el país, felicidad para grandes y medianos constructores, vendedores de solares y amigos del que manda. Eso es lo que hay. Pero pudo haber habido otra cosa, y este paseo desde el hotel Voramar hasta la Torre de Sant Vicent, esta casi preservada delicia de lo que fueron las villas de Benicàssim con sus vallas de hierro, sus estatuas, palmeras y jardines, es una demostración de que eso fue posible algún día. Estas villas discretas y dignas demuestran, al menos, que los valencianos no hemos sido siempre y universalmente burros. No lo fue aquella mediana burguesía de principios de siglo que construyó esas casas. Ni quienes en una de ellas, el año 1932, firmaron unas normas ortográficas. La burrera ha venido después, y todavía dura.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_