LA NÁYADE DEL EBRO
En el río no hay ninfas. Pero sí citas amorosas y una mujer en la hierba.
Desde mucho antes de ponerse en el camino, el viajero se interesó por las náyades, ninfas de agua dulce, del Ebro. De hecho, al oír hablar de un río cualquiera, su primer reflejo era siempre el mismo: la mullida y fresca hierba y la noche de Santiago, cuando sucia de besos y arena él se la llevó del río. Así pues, anduvo en fuentes diversas buscando las diosas menores del flumen hiberus, náyades jóvenes y sinuosas, que tal vez se hicieran el relato solas, para gusto del lector y ameno descanso del propio viajero.
La obstinada ausencia de resultados le extrañó, primero, y luego le sobresaltó. Y, como suele suceder después de toda búsqueda infructuosa, acudió a las explicaciones simbólicas: cuando no hay náyades, buenas son metáforas. El hecho de que, según lo visto, el Ebro varonísimo no hubiese dado náyades, es decir, muestras de fertilidad concluyentes, no hacía más que probar el carácter introspectivo que suelen adoptar algunas virilidades extremadas.
Así lo creyó y así lo pregonó en cuanto cónclave fluvial empezó a formarse en torno a su viaje. Una madrugada, en Zaragoza, algo excitado ya, y como se debatiera entre un buen grupo las razones del desconocimiento general, hispánico sobre el río e incluso se hiciera notar su falta de glamour, el viajero se hizo con la atención y preguntó qué glamour querían para un río sin náyades, y les advirtió, con cierta soltura, que más que de padre podían empezar a hablar ya del tío Ebro, un tío bronco, y ceñudo, aunque noble, muy noble. Aquello sentó regular, porque, como el viajero ha observado repetidas veces, incluso entre profesionales del desamor a la patria, esa patria siempre ha de ser la de otros. Así, se hizo un poco de silencio, se advirtió algún gesto sorprendido y la gente empezó a mirar el reloj. Ya en la calle, mientras se celebraban las despedidas, uno de la cena se acercó al viajero y le dijo, entre risas, que él conocía a una náyade y que otro día podría explicarle la historia.
-¿Mañana?
-Mañana, pero habrá condiciones.
-Ya me imagino, tratándose de una náyade.
-Ni nombres, ni descripciones físicas.
A las doce y media del día siguiente, en un café de la ciudad de Zaragoza que al viajero se le prohibió que identificara, el hombre empezó a hablar.
-Bueno, pregúnteme.
-Perdóneme, yo es que no sé explicar las cosas si no me preguntan.
-Bueno...
-Lo que voy a contarle sucedió en el mes de agosto de hace 10 años.
-¿Dónde?
-En la zona de las Cinco Villas.
-¿Y a quién le sucedió?
-A mí.
-Estupendo, estoy con el protagonista.
-Uno de los dos. Yo iba acompañado de una mujer.
-¿La amaba?
-Sí, creo que sí.
-¿Y ella?
-Nunca dijo que no.
-Mejor no preguntar, ciertamente.
-Comimos en Tauste.
-¿Qué comieron?
-No lo recuerdo. Como hacía mucho calor, supongo que algo ligero. La comida duró mucho rato. Pero casi todo el tiempo lo empleamos fumando.
-¿Qué hicieron luego?
-Ir al coche. Cogimos la carretera hacia Alagón. Yo quería enseñarle algunas cosas vinculadas con mi familia..., eh, no puedo darle más detalles. Al pasar el puente sobre el Ebro, le dije que lo que más me apetecía en ese momento era bañarme.
-¿Y ella?
-'Pues para y bañémonos', me dijo muy alegremente.
-¿Qué hora era?
-Cerca de las siete.
-Bajaron.
-Sí, bajamos hasta el río. Ninguno de los dos llevaba traje de baño.
-Pero ya se habían visto desnudos.
-¿Eh...? Sí, algunas pocas veces. Nos desnudamos y nos echamos al agua. No había nadie.
-Nunca hay nadie en el río.
-Fue delicioso. Habíamos pasado tanto calor... Luego ella...
-Salió del agua y se tendió desnuda en la hierba y estaba bellísima.
-Sí, algo así. ¿Cómo lo sabe?
-Conducta de náyade. He tenido que leer mucho. Le agradezco la historia. Me ha salvado el capítulo. El periodismo consiste en hacer ciudadanas a las náyades.
-Ella luego volvió al agua. Yo no me había movido. Yo, yo...
-¿Yo, qué?
-Yo le dije que nadáramos hasta el puente y nadamos.
-Dijo que era un puente de carretera.
-Sí, de carretera.
-Pasarían coches por encima.
-No lo sé.
-Y camiones.
-No lo sé.
-Retumbarían horriblemente.
-No lo sé.
-¿Cuánto duró?
-Fue normal.
-Vaya, no esperaba esto.
-Yo tampoco lo esperaba, ja, ja, yo tampoco.
-¿Hubo algún inconveniente... técnico?
-Ninguno. Aunque luego me preocupé por su salud. No fuera a coger... Los ríos de ahora...-Se vistieron y se fueron.
-Aún echamos un medio sueño en la hierba.
-Bueno, la verdad es que le estoy muy agradecido, de verdad.
-Hay un detalle más. Le servirá para acabar. Perdió el sujetador. Se lo había comprado el día antes. Lo recordó en el coche, cuando volvíamos a la ciudad, noche entrada. Le propuse volver a buscarlo al día siguiente, pero no quiso. He pensado muchas veces en ese sujetador flotando río abajo.
-¿Y ella?
-Río abajo también.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.